Un paste remojado en aguamiel. Recuerdo de Ignacio Trejo Fuentes

A raíz de una comida de celebración al escritor Agustín Ramos, en la que se mencionaba constantemente al fallecido Ignacio Trejo Fuentes, Alejandro Toledo le da cuerda al reloj del recuerdo: “Mi memoria ataba de forma distinta esos dos nombres, y todo tenía que ver con mis comienzos en la literatura, más de cuarenta años atrás, no en Hidalgo y alrededores, sino en Ciudad de México”. Este texto es un reconocimiento a esos dos autores que formaron parte importante de su educación sentimental

En 2007, Trejo Fuentes llevó la Cátedra Rosario Castellanos en la Universidad Hebrea de Jerusalén.
En 2007, Trejo Fuentes llevó la Cátedra Rosario Castellanos en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Foto: Especial

Viajé en julio de 2025 a Tulancingo, Hidalgo, para celebrar el cumpleaños 73 de Agustín Ramos. Era un encuentro literario, y en los pasillos y en la sobremesa se hablaba de y con el homenajeado, mas surgía insistentemente otro nombre: Ignacio Trejo Fuentes. Se me hacía muy raro, me preguntaba qué los unía. Pronto entendí que se trataba de figuras regionales, y que la reiteración venía de que uno había nacido en Tulancingo (en 1952) y el otro en Pachuca (1955), y se les celebraba o recordaba por ser glorias locales…

Sobre todo los escritores jóvenes veían en ellos referentes, y el entendimiento de lo logrado por Ramos y Trejo los llevaba a ubicarse en algunas tradiciones. Era un piso en el cual se apoyaban.

TUVE, EN MI ADOLESCENCIA, UNA RARA FIEBRE LECTORA, Y UNO DE MIS MAYORES DESCUBRIMIENTOS FUE LA BIBLIOTECA DE MÉXICO, EN LA PLAZA DE LA CIUDADELA, QUE ME DIO ACCESO A LIBROS QUE NO TENÍA EN CASA.

Mi memoria ataba de forma distinta esos dos nombres, y todo tenía que ver con mis comienzos en la literatura, más de cuarenta años atrás, no en Hidalgo y alrededores, sino en Ciudad de México. Tuve, en mi adolescencia, una rara fiebre lectora, y uno de mis mayores descubrimientos fue la Biblioteca de México, en la Plaza de la Ciudadela, que me dio acceso a libros que definitivamente no tenía en casa, donde sólo había algunas enciclopedias. Adopté, y me adapté, a los sillones de madera con buenos descansabrazos de la Biblioteca de México. Llegaba temprano, cuando abrían, escogía una novela (sobre todo libros gordos, ladrillos dostoyevskianos, que me proporcionaban buenas horas de lectura) y me quedaba ahí, absorto por ese grupo infinito de personajes complejos, hasta que cerraban. Después supe que había préstamos, y fui usuario recurrente de ese servicio.

En 2007, Trejo Fuentes llevó la Cátedra Rosario Castellanos en la Universidad Hebrea de Jerusalén.
En 2007, Trejo Fuentes llevó la Cátedra Rosario Castellanos en la Universidad Hebrea de Jerusalén. ı Foto: Especial

MUCHO DE LO QUE VOY A CONTAR sucede en el Centro Histórico de Ciudad de México, donde transcurrió mi infancia, primero como alumno de la Escuela Nacional de Música, que estaba en República de Cuba, o luego, ya jovencito, cuando fui aceptado en la Preparatoria 1, que estaba aún en San Ildefonso.

Mi geografía íntima se fue apropiando de esos espacios. En la espera de los resultados para ingresar a la preparatoria trabajé en una joyería, Midas, que estaba en República de Brasil, a una cuadra de la Plaza de Santo Domingo… Y en algún momento me enteré que se impartían talleres literarios no muy lejos de ahí, en el Palacio de Minería. Me inscribí a tres. El de los miércoles lo daba un español, César Rodríguez Chicharro, y se trataba de leer El Quijote. El de los jueves era de crítica literaria y el profesor era Ignacio Trejo Fuentes. Los sábados había un programa complejo dedicado al periodismo con todo un grupo de reporteros del semanario Proceso, entonces un gran semanario. Yo asistía a todos y aún, cuando ingresé a la Universidad en la Escuela Nacional de Estudios Profesionales Acatlán, encontré un taller de creación impartido los viernes (de 12 a 14 horas), con Humberto Rivas (primero) y Agustín Ramos (después) como coordinadores.

¡Ya! Es ahí donde esa memoria focalizada ahora en Hidalgo me lleva a concentrarme en Ignacio Trejo Fuentes y Agustín Ramos, de mis primeros maestros de crítica y creación literarias. Por ello, en el encuentro literario de julio de 2025, me atreví a decir que hallaba, inesperadamente, sin que hubiera hasta entonces pensado en ello, que mis raíces literarias estaban atadas, en cierta forma, a ese estado de la República.

ATADO A ELLOS. De Agustín Ramos tenía el nombre presente, pues figuraba, con una famosa media cuartilla, en una de las solapas de la edición de Joaquín Mortiz de Palinuro de México, de Fernando del Paso, novela para mí entrañable, entre otras cosas por estar situada en la Plaza de Santo Domingo y alrededores. Y creo recordarlo, a Agustín, presumiéndonos su raro ejemplar de la primera edición Larva: Babel de una noche de San Juan, del español Julián Ríos, otro autor mamotrético (como Del Paso). En Acatlán, sus alumnos más constantes éramos Cristina Rivera Garza y yo (pero a Cristina no le gusta hablar de esto, no sé por qué, desconoce esas raíces). Ya había publicado Agustín Ramos Al cielo por asalto (1979); y por esos días apareció La vida no vale nada (1982), que fue uno de los libros sugeridos por Ignacio Trejo para reseñarlo, como trabajo escolar.

Esta última novela nos ubica en el tiempo: comienzos de los años ochenta. Estaba yo por cumplir veinte años. Y Ramos y Trejo rondaban los treinta. Estaban una generación arriba, digamos.

En esa fiebre tallerística transcurría mi semana. La recuerdo así: los miércoles, El Quijote; los jueves, crítica literaria; el viernes creación literaria, y los sábados toda la mañana dedicada a los géneros periodísticos. Quizá no llevé esos cursos de forma simultánea, pero en algún momento pudo haber ocurrido. Cuando terminó el de El Quijote (que sólo consistió en empujarnos a su lectura, pues no la terminamos con la guía de Rodríguez Chicharro) hallé otro, muy lejos de ahí, en el Centro Cultural Universitario (como uno de los talleres de la revista Punto de Partida, que organizaba el Departamento de Talleres y Conferencias de Difusión Cultural de la UNAM, entonces a cargo de Marco Antonio Campos), dedicado a la crónica, impartido los miércoles por el argentino Máximo Simpson. También tomé, en algún extravío poético, uno con la también argentina Tamara Kamenszain, que leía con espanto mis versos dedicados a unos medicamentos:

Oh, Tesalón, oh, Ilosone,

maravillas encapsuladas dadoras de vida…


Con Trejo hubo muchas lecturas, especialmente de literatura mexicana. Hizo un arreglo con la librería del Palacio de Bellas Artes para que nos dieran un buen descuento. Creo deberle mi encuentro con Josefina Vicens, y veo que también Los años falsos, segunda novela de esta gran autora, es de 1982, como La vida no vale nada. Llevábamos nuestras reseñas, que eran sometidas a una lectura pública, y rara vez salíamos limpios, pues se trataba de eso: la ley del error y el acierto. Aprender a hacerlo con la guía de un crítico entonces muy activo en suplementos y revistas.

No siempre coincidíamos: pasaba que recomendaba Trejo Fuentes con gran entusiasmo cierta novedad literaria, y yo le presentaba mis cuartillas en la que despedazaba su recomendación. Al comienzo, sobre todo, yo era algo brusco para señalar mis pleitos con cierto libro… y aún ahora intento ser sincero cuando se me pide una valoración. En esos asuntos me es imposible mentir o ser políticamente correcto. Mas mis opiniones no han buscado nunca ser ataques; sólo eso, un punto de vista surgido de la llana experiencia lectora.

Una vez se contrarió Trejo porque nadie leyó nada, ni llevó reseña. Lo vimos furibundo soltarnos un enorme regaño por nuestra apatía. Escogió entonces (como castigo) un libro gordo para la siguiente semana, La vida exagerada de Martín Romaña del peruano Alfredo Bryce Echenique, con la advertencia: “El que no lo haya leído mejor ni venga”. (Si van a Google, verán que la novela es de 1981: las fechas coinciden, todo encaja.) Y fuimos dos o tres los que leímos en una semana esa larga y divertida novela y nos presentamos a la clase. Algunos distraídos asistieron sin haberla leído, pero Trejo no les dijo nada, pues se le había pasado el enojo.

También se dio un proceso de depuración y fueron (fuimos) quedando los verdaderamente interesados en la crítica literaria.

Un día Trejo me dio la sorpresa de que le había propuesto una de mis reseñas a Huberto Batis, entonces jefe de redacción o algo así del suplemento Sábado, que dirigía Fernando Benítez del diario unomásuno. Fue un acto de generosidad del maestro, que me inició así en el oficio de crítico literario, pues la reseña apareció un fin de semana en el suplemento, entre todas esas reseñas que llenaban Sábado.

“Ahora ve el viernes a cobrar, preséntate con Batis y llévale otra reseña”, me aconsejó Trejo. Y así lo hice. En la caja del periódico unomásuno efectivamente había un sobre con billetes engrapados a mi nombre; y me apersoné en la oficina de Batis, le dije quién era y le expliqué que Ignacio Trejo le había dado un texto mío ya publicado y me atrevía a proponerle otro… Recuerdo que era una mesa larga, presidida por Fernando Benítez, con Cristina Pacheco a la izquierda y Batis a la derecha (como si fuera un cuadro religioso), y me veo jovencito, de menos de veinte años, atreviéndome a presentarme ante ellos.

Y Batis era complicado, según los muy diversos testimonios. Si lo encontraba uno en un mal momento, podía hacer trizas las cuartillas propuestas. Cerca del archivo de las colaboraciones estaba el cesto de la basura… y por ello, por ese temor y para amortiguar el posible golpe, con el tiempo me acostumbré a ir acompañado. A veces lo hacía con Daniel González Dueñas (e incluso Batis concluyó que por ir siempre juntos éramos novios), y otras con Nedda G. de Anhalt, a quien llevé a Sábado y que también fue alumna de Ignacio Trejo en el taller de Minería.

Nunca pasó nada grave con Batis. Siempre fue amable; y compartí esas páginas de Sábado con ese nutrido grupo de críticos (casi todos de la generación siguiente o algo más) que llenaban con reseñas por lo menos cuatro páginas del suplemento, en un formato amplio de tamaño tabloide. Quizá entre ellos el mismo Ignacio Trejo Fuentes. Además, Andrés de Luna, Gustavo García, Federico Patán, Vicente Francisco Torres y José Felipe Coria. Acaso una vez me comentó que había maltratado a Bárbara Jacobs (en mi reseña de Doce cuentos en contra), pero no lo hizo por censurarme. Si algo predominaba en ese Sábado, con el grupo original de Benítez, Cristina Pacheco y Batis, y luego sólo con Batis, era la libertad crítica.

NUNCA PASÓ NADA GRAVE CON BATIS. SIEMPRE FUE AMABLE; Y COMPARTÍ ESAS PÁGINAS DE SÁBADO CON ESE NUTRIDO GRUPO DE CRÍTICOS QUE LLENABAN CON RESEÑAS POR LO MENOS CUATRO PÁGINAS DEL SUPLEMENTO, EN UN FORMATO AMPLIO DE TAMAÑO TABLOIDE

Como dije antes, hubo un proceso de depuración en el taller de crítica literaria. Suele pasar: arrancan veinte y terminan cinco. Pero los cinco que terminan tienen verdadero interés en la escritura. Y los cinco que finalizamos nos dimos cuenta que había un autor que nos entusiasmaba: Fernando del Paso. Pidió entonces Trejo autorización a los organizadores de los talleres del Palacio de Minería para dedicarnos esos pocos, por todo un semestre, a leer y escribir, ya no reseñas sino ensayos, sobre las entonces dos novelas de Fernando del Paso: José Trigo y Palinuro de México.

Huberto Batis recibió la Medalla de Oro de Bellas Artes en 2010.
Huberto Batis recibió la Medalla de Oro de Bellas Artes en 2010. ı Foto: Cuartoscuro

EL ESCRITOR Y ANTÓLOGO XORGE DEL CAMPO consignó su visita al taller universitario de crítica literaria del Palacio de Minería en La Brújula en el Bolsillo (enero de 1983). Como se ve en la foto que ilustra el artículo de esa publicación, sólo halló (aunque presume que podría haber más) a tres tristes críticos que lo conformaban: el maestro Ignacio Trejo Fuentes y sus discípulos Nedda G. de Anhalt y Alejandro Toledo. De éste se asegura que es “serio a pesar de su edad”.

Cuenta del Campo:

Nedda nos dice que ha leído tres veces la novela [Palinuro de México], y aborda en ésta los aspectos surrealistas. Por su parte, Alejandro se ocupa del tema del ‘incesto en Palinuro’. Paralelamente a esta labor crítica, realiza un trabajo de investigación sobre la literatura del 68.

Y concluye:

Esta asistencia al taller de Ignacio Trejo nos ha dejado el conocimiento de que hay tiempos en que se crece por dentro y otros en que se crece hacia afuera, tiempos en que se acumula y sedimenta lo que después se va a elaborar y exteriorizar. Y ahora lo sabemos: suele ser en los primeros cuando aflora con más frecuencia una inclinación, otras veces casi dormida, a alternar y complementar el oficio de escribir, como señala Julieta Campos, con el oficio de leer.

Recuerdo un buen ensayo de Ignacio Trejo sobre Palinuro de México que puede leerse en su libro Segunda voz: ensayos sobre novela mexicana (UNAM, 1987). Yo inicié entonces un rastreo bibliohemerográfico con el que armé El imperio de las voces: Fernando del Paso ante la crítica (ERA / UNAM, 1997). Y ahora afino, o intento concluir, varias décadas más tarde, un libro dedicado a las cuatro novelas de Fernando del Paso.

En fin, todos esos recuerdos se apilaron en julio de 2025, al asistir en Tulancingo al homenaje a Agustín Ramos, cuando descubrí mis raíces hidalguenses en la persona del novelista al que acompañamos en su aniversario 73 (y de quien revisé Al cielo por asalto, parte del ciclo de la literatura del 68), y su par crítico, Ignacio Trejo Fuentes, del que se hablaba mucho en los pasillos o en la sobremesa de ese encuentro literario, y por lo que me comprometí, para un libro en preparación, a escribir unas líneas, que aquí están y ahora entrego, para recordarlo (al maestro con cariño) y como agradecimiento por haberme encaminado cuando era yo muy joven (que veinte años no es nada), sin culparlos (a Ramos o Trejo Fuentes, ilustres hidalguenses) de mis yerros o continuos desvíos. A falta de magdalenas proustianas remojadas en te de tila, va aquí un paste degustado con aguamiel durante una comida en Tulancingo, como inesperado generador de estos recuerdos.