8M: El día de la furia

El 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, cobra cada vez más relevancia en México. Si hasta hace un par
de décadas la fecha pasaba más o menos desapercibida, el activismo de las nuevas generaciones
le ha dado una fuerza innegable, sobre todo a partir de las marchas y protestas contra la violencia de género
y el feminicidio —que cada día suma diez víctimas en el país, sin que se tomen medidas de fondo
para combatirlo y prevenirlo. Brenda Ríos, ensayista y poeta, autora de Raras. Ensayos sobre el amor,
lo femenino, la voluntad creadora, entre otros libros, comparte su balance de la manifestación que tuvo lugar esta semana.

Foto de la marcha realizada el 8 de marzo de 2021, Día Internacional de la Mujer en la CDMX.
Foto de la marcha realizada el 8 de marzo de 2021, Día Internacional de la Mujer en la CDMX.Foto: Reuters
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Entre la lluvia de notas sobre el pasado 8M, entre fotos, información falsa y real, vi el post de una chica que celebraba la marcha y pedía que no se hablara del presidente, que no se hiciera del movimiento algo sobre él. Pero es justo eso lo que falla en todo ese castillo de buenas y férreas voluntades: las mujeres no podemos hablar sólo para nosotras mismas, así como tampoco un presidente es el gobierno entero. Ni es un país. No es la voluntad de todas las voces, sin embargo, fue alzado en una elección presidencial. Es, sea como sea, representante de las mayorías. Y cada vez que habla dice lo que piensa parte de la población, buena, mala, educada o no. El presidente es termómetro del intelecto, o de la falta de él, de un pueblo que se mueve entre la moral y el temor de perder lo poco que tiene.

EL AÑO PASADO fui con amigas a la marcha del 8M. El contingente que abre es el de las madres que perdieron a sus hijas. El protocolo obliga a colocarse atrás, según los colectivos lo organicen; hasta al final van los hombres que acompañan, si es que se les permite entrar. En la caminata vi a tres generaciones de mujeres: abuela, madre y nieta. Cantamos consignas nuevas y viejas, hubo incluso quienes se asumían como no-feministas. Eran mujeres de toda clase social pidiendo, gritando para que no nos maten. Se corearon otras consignas, claro, pero la que unía a todas en un solo alarido descorazonador era: Nos están matando.

Vi a una chica con el torso descubierto, pasamontañas (no había llegado el Covid-19) y un mazo en las manos. Fue impresionante. Vi a unas cuantas de ellas atacar el muro metálico que protegía un banco a un par de calles del Zócalo. Vi cómo ella sola golpeaba esa muralla. Era Thor en desventaja: pequeña, descubierta, con una herramienta ante lo que resguardaba un banco, el dinero. Calles atrás hubo otras que escalaron el muro que protegía el Hemiciclo a Juárez. Ante el desconcierto del contingente hubo dos o tres mujeres —ya mayores— que se encargaron de poner orden: instaron a la calma, a cesar la violencia y seguir caminando. Eso evitó que muchas se quedaran ahí a mirar, entorpeciendo el flujo que ya para entonces era un mar de mujeres con pañoletas gritando y alzando el puño.

Cuando llegamos al Zócalo descubrimos que lo habían amurallado. Ahí se diluyó todo porque las marchas suelen terminar ahí y se sigue un protocolo donde alguien habla, lee algo, los colectivos siguen un orden, se gritan consignas. Se canta. El poder del colectivo es justo terminar el ritual de la protesta. La ironía es que AMLO llegó a la presidencia montado en un movimiento que terminaba en marchas en el Zócalo. Su nombre y la protesta popular eran sinónimos. Ahora el Zócalo amurallado y el Palacio Nacional protegido por vallas son gestos simbólicos de este sexenio. Un hombre que habla solo y no quiere escuchar; se pone cera en las orejas y se ata al mástil. Insiste en que la única manera de que haya mujeres con esa furia es porque son manipuladas. Peor aún: las mujeres son la fuerza del enemigo. Ellas son los conservadores neoliberales. Unas sirenas incómodas.

La marcha diaria es convencer al padre, la abuela, el jefe, el hijo, de por qué es necesario protestar. Y de los motivos del hartazgo

ANTE EL ZÓCALO cerrado, varias no supimos qué hacer y como I. quería ir al baño entramos a un café. Había cinco mujeres en la fila antes que ella, entonces pedimos algo de tomar. Mientras esperábamos los capuchinos se oyó ruido afuera: llegaban granaderos, muchos. Hubo gritos, rumores de que traían gas lacrimógeno. Los chicos del café cerraron la puerta metálica y nos quedamos adentro por lo menos una hora. Luego salimos y fue el final del día. Ahora I. me llama y me dice que esta marcha subió de volumen, que no para de llorar, que vio lo que le hicieron a algunas chicas; lo sé, dije, también leí las noticias. ¿Cómo será la próxima marcha? I. también se enoja porque en el chat de su familia varios dicen que “las mujeres deben estudiar para no destrozar monumentos”.

Éste es un país lleno de dobleces. No tiene nada de moderno. Las mujeres desaparecen sin rastro y sin que haya investigación alguna, la trata de blancas se cubre desde el poder, el abuso infantil goza de impunidad casi absoluta y los candidatos en el poder aun acusados de violación pueden aspirar a ser gobernadores. La impunidad recubre el país como un halo. Primero fue la delincuencia organizada, el narco, los feminicidios en Ciudad Juárez. Ahora es una mezcla de fenómenos que no tienen solución. No visible, al menos.

Ante todo esto, las mujeres de todo tipo salimos a marchar. Cantamos, nos enojamos, exigimos derechos y justicia. Compartimos la furia. Compartimos un país de furia. Eso nos une. Pero cada una llegará a su casa y enfrentará su propia realidad. Su familia, su oficina, su escuela, su contexto único. Cada una peleará por lo menos con dos o tres personas cercanas porque creen que no merecemos protestar, que es peligroso, que es mejor no salir de noche, que no debemos dar pie a nada. Sea como sea lo que llegue a suceder será nuestra culpa. Cuando una va pasando en la calle la culpa es un edificio a punto de caerse. Entonces la marcha se vuelve algo abstracto, algo casi romántico (aun si hubo golpes, gas pimienta, granaderos), porque la marcha diaria es convencer al padre, la abuela, el jefe, el hijo, de por qué es necesario protestar. Y de los motivos del hartazgo.

Foto de la marcha realizada el 8 de marzo de 2021, Día Internacional de la Mujer en la CDMX.
Foto de la marcha realizada el 8 de marzo de 2021, Día Internacional de la Mujer en la CDMX.Foto: AP

LO QUE ESTE 8M marca como hito es la profunda división entre hombres y mujeres. Ya no se trata de la derecha contra la izquierda, tampoco es lucha de un partido contra otro ni de buenos contra malos: la moral se pasa a la lucha velada entre hombres y mujeres. Cruento, elemental para quien quiera ver. Basta asomarse a las redes para que se encienda todo. Imágenes del Colectivo Violeta poniendo los nombres de víctimas de feminicidio y colocando flores en el muro que protege Palacio Nacional; mujeres encapuchadas (como las del año pasado, con el mazo y el torso descubierto) derribando a golpes la valla. Los comentarios se dispersan desde violencia media a violencia atroz.

La lucha de las mujeres es el pivote de algo que tenía tiempo cerrado. Los hombres no saben para dónde hacerse: quieren el control, quieren que nada cambie, afirman comprender pero no es verdad. Dicen: ésas no son formas. La violencia no es la solución. Las feministas son el enemigo porque han sido poseídas por el demonio neoliberal y manipulador. Las feministas son terribles porque enseñan que no hay valores y lo importante es volver a los valores, a la familia papá-mamá-niño-niña, todos católicos, en el mejor sentido de una hermosa vida con un futuro por delante. Las feministas son lesbianas que no buscan perpetuar la especie, son abortistas, son asesinas y son el mismo diablo. Palabras más, palabras menos.

¿Suena ridículo? Absolutamente. El gran problema es que en México nada es ridículo cuando es en serio. Existe una correlación entre lo absurdo, lo trágico y lo misterioso. Con intersticios. El reporte de Violencia contra las Mujeres del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública muestra que el año pasado fueron asesinadas en forma dolosa 3 mil 723 mujeres; 940 fueron catalogados como feminicidio (asesinato por cuestiones de género) y los restantes 2 mil 783, como homicidio doloso.1

SOBRESALE LA INCAPACIDAD de diálogo. Hablar es ceder, escuchar es ceder y nadie quiere hacerlo. Las feministas ultra —vamos a llamarlas de algún modo— quieren tirar lo que hallan a su paso y tienen razón: el país les falló, el Estado les falló, cómo no hacerlo. Cómo no estar enojadas. Y la furia es ceguera.

Por otro lado, el gobierno que esperó veinte años para llegar adonde llegó, que sabe de las luchas populares (quizá por ello mismo) está lejos de mostrarse comprensivo. No es el Estado-Padre de los regímenes que siguieron al Ta-

ta Cárdenas, el Tata Mayor. La marca del poder atraviesa la paternidad, lo cual parece broma, dado que el índice de padres que abandonan es de cuatro por cada diez hogares. El gobierno de Díaz Ordaz fue el periodo del padre que asesina a sus hijos en Tlatelolco y luego oculta el polvo porque hay unas Olimpiadas que cubrir. México no se recupera nunca, acumula muertos bajo la alfombra, en los desiertos, en los cientos de fosas clandestinas de un país dormido, abajo del cual todavía respiramos. Un Tzompantli de niñas y mujeres. Un inframundo de huesos. El actual gobierno es un padre cerrado, con el gesto forzoso de quien ostenta el poder y dice Así es, no hay otra manera. Quien no crea esto es el enemigo. Por eso la furia.