Alice Munro (1931-2024) una memoria personal

“Comencé a leer a Alice Munro con una hija de tres años, cuando las neuronas y el tiempo no me daban para leer novelas. Munro acababa de recibir el Nobel de Literatura (2013) y hasta la más pequeña librería la presumía en sus anaqueles”. La narradora y dramaturga Amaranta Leyva recuerda cómo el mundo literario aparentemente tranquilo de Munro fue la llave que le ayudó a sobrevivir el laberinto de algunas regiones canadienses donde al parecer nada sucede

Alice Munro (1931-2024)
Alice Munro (1931-2024)Foto: Rialta
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Mudarse a otro país es comenzar un relato. Las calles podrían ser hojas en blanco: sin huellas, sin recuerdos. Puedes decidir tu primer paseo al azar sin conflicto: no hay una historia que te respalde o acompañe ni miradas que atestigüen tu camino. 

Ontario está formada por pueblos pequeños que, entre más cercanos a Toronto, más abandonados y silenciosos. Lo interesante, si lo hubiera, estaría en la 401, la que dicen sus habitantes es la carretera más transitada del país, la que podría cruzar toda América del Norte. Si no tienes la necesidad de ir a Toronto, la vida pasa lenta. No es fácil descifrar la micro sociedad de un pueblo “granola”. Se necesitan llaves, señales. Si a eso le sumamos la soledad de la maternidad y la del invierno, las calles de esa nueva ciudad se convierten en un verdadero laberinto. 

CUENTA MUNRO: “Adoraría escribir ahora una novela, pero el cuento resulta la forma en la que me siento más cómoda. Yo siempre quise ser novelista. Me decía que cuando mis chicos fueran grandes y yo tuviera más tiempo para escribir novelas, lo haría. El cuento estaba determinado por el tiempo de las siestas de mis hijos.” Al recibir el Nobel de Literatura se le comparó con Chéjov: maestra del relato contemporáneo, la llamaron. Y es que sus escenarios literarios ocurren en una sociedad rural de primer mundo, satisfecha, y por tanto, invadida por el spleen. 

MUJERES EN HIBERNACIÓN. Pareciera que la pasión no es parte del ADN de las mujeres de Munro, hasta que peligra su vínculo familiar. Trabajan para resolver su situación afectiva, económica y profesional y cuando eso parece resuelto, salta el deseo reprimido. Es el caso de Greta, mamá de la pequeña Katy, que en el tren de Vancouver a Toronto vivirá una de las grandes angustias de una madre: perder de vista a su hija. Empujada por una pasión adormecida, Greta aprovecha que su marido trabajará en una ciudad lejos de Vancouver, su lugar de residencia. Para no quedarse sola, acepta la invitación de cuidar una casa en Toronto quizás para vivir algo parecido a una pasión. En “Llegar a Japón” (Mi vida querida), un tren avanza junto con las emociones de una madre aburrida. “El deseo la dejaba al borde del llanto. Aun así toda esa fantasía desaparecía, entraba en hibernación, en cuanto Peter llegaba a casa”. Pero Munro no pone las emociones sobre la mesa. Lo que sabemos de Greta es cómo observa a su hija en el trayecto: su trato con dos maestros de preescolar que deciden pasar el viaje jugando con Katy y otros niños. Greta descubre la pasión en esos juegos y en el desplante de energía de un joven maestro y, acepta el desplante. Sin aspavientos, se acuesta con él en una litera, lejos de donde duerme Katy. No es ésa la pasión que quiere describir Munro, sino la de la desesperación posterior de la madre al no encontrar a su hija. Parecería que Munro da golpes bajos a sus personajes por tratar de escapar a su monotonía emocional. Greta cree haber perdido a su hija en los más ruines escenarios. ¿Quién pensaría que una mujer como ella puede tener esa capacidad imaginativa? Ella lleva años soñando con una pasión. Cuando encuentra a Katy entre los vagones, su destino está sellado: no volverá a tomar otro tren, aunque éste ya haya llegado a Toronto.

Pareciera que la pasión no es parte del ADN de las mujeres de Alice Munro, hasta que peligra su vínculo familiar

INFANCIA. En Munro, la infancia es materia prima de sus personajes. Es en esa etapa donde surgen las emociones que los marcarán de por vida y a los que tendrán que enfrentarse para soterrarlas y lograr una “vida tranquila”: “Vivía de pequeña, al final de un camino largo, o que a mí me parecía largo. Al volver a casa de la escuela, y más tarde del instituto, dejaba atrás el pueblo de verdad, con su trajín y sus aceras y las farolas para cuando oscurecía…” (“Vida querida”). Tanto para describir la falsa inmensidad de un pueblo o la profundidad de un hueco de grava donde se suicida una hermana o la religiosidad recalcitrante de una familia a la que llega a vivir uno de sus personajes, la observación del mundo infantil es penetrante y mucho más intensa que la de los adultos adormecidos. “A medida que conocí mejor mi nuevo colegio y el comportamiento que se esperaba de las chicas en la adolescencia comprendí que ir en bicicleta quedaba descartado, así que la cosa no prosperó. Sin embargo, me sorprendió que mi tío no mencionara la cuestión del decoro ni lo que las chicas debían o no debían hacer. […] pareció olvidarse que yo era una muchacha que necesitaba que me enderezaran en muchos aspectos […] (“Santuario”).  

ENCUENTROS INESPERADOS. La elipsis es parte de la narrativa de Munro. Así, nos lleva del tedio del presente a una infancia observadora que intenta alcanzar un futuro liberador. Son los encuentros inesperados, tiempo después, los que parecieran aliviar a los personajes. Munro usa el azar, en las mismas calles silenciosas de Toronto, para romper aunque sea por un momento, la monotonía de la vida. 

Al final sucedió. Cruzando una calle concurrida, donde ni siquiera se podía aminorar el paso. Caminando en direcciones opuestas. Mirando al mismo tiempo, visiblemente impresionados, nuestros rostros maltratados por el tiempo.

—¿Cómo estás? —me gritó.

—Bien —contesté. Y, por si acaso, añadí—: Feliz.

Me contestó una vez más.

—Bien hecho. (“Amundsen”)