De caníbales y modales

Redes neurales

Jan van Kessel, Indios como caníbales, 1644, detalle.
Jan van Kessel, Indios como caníbales, 1644, detalle.Fuente: dailymail.co.uk
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En su Genealogía de la soberbia intelectual (Taurus, 2013), Enrique Serna plantea que “las élites culturales más pagadas de sí mismas creen que la menor concesión al gusto popular en el cine, la música o la novela conduce inevitablemente al naufragio artístico”. Eso se constata a diario al observar las actitudes condescendientes (o despectivas) de quienes piensan que el desdén hacia la cultura popular es un signo de aristocracia. La policía del buen gusto pone bajo sospecha cualquier género literario, musical, cinematográfico que conquiste grandes sectores del público. La división entre el arte y el entretenimiento como categorías mutuamente excluyentes tiene un efecto colateral funesto: la noción de que la verdadera experiencia artística es aburrida y además inalcanzable para la mayoría de la gente, porque requiere el esfuerzo de un monje y un intelecto exquisito. En El caníbal ilustrado (Dharma Books, 2019) Antonio Ortuño hace una crítica humorística de esas actitudes que, en su afán de proteger “el tesoro de la cultura” la convierten en un fetiche inservible, lejano y poco atractivo para las masas.

“Una de las principales características de la biblioteca de mi escuela primaria es que resultaba más inaccesible que la bóveda de oro del Banco de México”. Así lo narra Ortuño. Aclara que sus maestras eran cálidas y entregadas a la enseñanza; las barreras para acceder a los libros no se debían a actitudes oscurantistas, sino a un prejuicio sistémico: un sistema de creencias basado en la reverencia a la cultura como algo inalcanzable, sagrado; es como si fuéramos elefantes en una cristalería hecha de libros que “podrían romperse”. Por desgracia, comprobé este problema por mí mismo: con ayuda de muchos lectores, reuní donaciones de libros para armar una biblioteca en el servicio de Psiquiatría de un hospital en la Ciudad de México, pero de forma automática algunas enfermeras encerraron los libros bajo llave, de tal manera que los pacientes no tenían un acceso fácil y fluido a los libros; además, se impuso una administración (no oficial) de la lectura: algunos libros se consideraban “no apropiados” para algunos pacientes, según el criterio muy cuestionable de algunos trabajadores.

A mi juicio, la administración de la lectura era una manifestación de las estructuras ideológicas instaladas en el sistema de salud. Muchos pacientes, de hecho, mostraban interés por los libros. La desnutrición simbólica es un factor de riesgo para desarrollar problemas de salud mental, según grandes de la epidemiología psiquiátrica. A pesar de eso, tal parece que el mensaje de fondo es que la cultura es tan valiosa que es mejor encerrarla en una caja fuerte, mientras los lectores, enfermos o no, se quedan con las ganas de alimentar las redes simbólicas de la mente y de entretenerse.

Más allá de su valor político, el humor pone en aprietos al canon literario, porque contradice la búsqueda artística de lo sublime 

En El caníbal ilustrado, Ortuño reúne una colección de escritos dedicados al mundo literario; las presentaciones de libros, los bibliotecarios, las contraportadas, los libros digitales, los correctores de estilo, las ferias del libro: un ecosistema observado en su realidad prosaica. “El ocaso del macho alfa” recuerda a los personajes que han ejercido un control político y económico del medio cultural, y que promueven la exclusión de grupos artísticos por sus tendencias estéticas, por posiciones políticas, por ser mujeres. A Ortuño le interesa la organización de las costumbres y los patrones estéticos en el mundo literario; se muestra escéptico frente a los intentos por dotar artificialmente de buenos modales a un escritor instintivo, autodidacta, que tiene como herramienta principal el conocimiento directo del mundo y de la literatura. En “El pato y el doctor” recuerda a un doctor en Letras que se refería a los autores sin grados académicos como “escritores marca patito”. Es bien sabido que los grandes autores en el campo de la escritura creativa no suelen tener maestrías, doctorados, licenciaturas; hay artistas que no podrían dar clases universitarias, por las restricciones de la burocracia académica, pero que son analizados en tesis de doctorado de la misma universidad.

El esnobismo culterano que separa a la literatura del gran público puede ponerse también la máscara de una posición crítica radical. En “El fantasma que camina”, Ortuño habla de una tendencia crítica que pretende ser audaz porque decreta la muerte de géneros populares, como la novela. “El primero que la dio por cadáver fue un inglés, Samuel Richardson, en 1758, hace más de 250 años”. Según La genealogía de la soberbia intelectual, de Serna, “cuando los idólatras de lo nuevo declaran abolido tal o cual género, o proscriben algún recurso literario, emplean la misma táctica de los modistos que año tras año condenan al olvido sus trapos de ayer, para imponer un nuevo guardarropa al consumidor. Entre los buscadores de prestigio, esos decretos adquieren fuerza de ley”. El ensayo de Serna pondera con gran detalle la aparición de dogmas estéticos autoritarios en las élites culturales conservadoras, pero también en el extremo de la vanguardia intelectual. Serna aclara que no hay crítica alguna hacia los autores o lectores de gustos más retorcidos o refinados, como resultado de muchas horas de vuelo en el campo de la experiencia estética. El problema radica en el desprecio elitista hacia un sector del público que anhela una forma inteligente de entretenimiento.

Frente al esnobismo academicista que asfixia al mundo literario y lo separa del gran público, Ortuño defiende, en El caníbal ilustrado, valores literarios como la vitalidad cruda de Fonseca, la malicia sofisticada de Daniel Sada, y el sentido del humor siempre atento a los interminables fastidios de la sociedad, al estilo de Ibargüengoitia. Ortuño nos advierte desde el prólogo que sus escritos no pretenden ser ensayos literarios, pero en este libro ejecuta valores que definen su versión del periodismo: la atención a un mundo problemático que requiere precisión y carácter en el estilo de comunicación, y un sentido crítico mordaz.

El humor como crítica social es un género incómodo en un territorio político lleno de dogmas y autoritarismos. En su Genealogía de la soberbia intelectual, Enrique Serna dice que “por su carácter pendenciero y su espíritu de contradicción, los autores de sátiras y comedias han incomodado siempre a los árbitros del gusto que se ocupan de establecer jerarquías entre los géneros literarios”. Más allá de su valor político indiscutible, el humor pone en aprietos al canon literario, porque (en apariencia) contradice la búsqueda artística de lo sublime, tan celebrada por Kant. “Tanto las poéticas de la antigüedad como los modernos místicos del lenguaje conciben el arte literario como una elevación del espíritu en busca de lo sublime, un ideal estético válido para la tragedia griega o para la poesía hermética de nuestra época, no así para los géneros cómicos, que ridiculizan el lenguaje ampuloso y cualquier otro síntoma de vanagloria humana”. Entre sus virtudes, el humor como forma de arte suele ser más accesible a las masas que la pedantería erudita, y en ese sentido contribuye a establecer puentes entre la inteligencia literaria y el espíritu colectivo. Sin el ingenio sucio de la sátira, apunta Serna, la literatura quedaría mutilada, y quedaríamos expuestos al engaño de la solemnidad y la pedantería; lo dice Lope de Vega, cuando se refiere a Demócrito, el filósofo que ríe: “Heráclito, con versos tristes, llora; Demócrito, con risa, desengaña”.