Antes que otra cosa

El Fondo de Cultura Económica publicó, en 1997, un volumen de Cuentos mexicanos de Crane. Seleccionamos los pasajes centrales de un relato emblemático, testimonio de su paso por nuestro país, en versión revisada por el traductor

Stephen Crane
Stephen Crane
Por:

TRADUCCIÓN ANTONIO SABORIT

A UN EXTRANJERO le parecerán triviales e intrascendentes las ocupaciones de otros pueblos, antes que otra cosa. Un intelecto común y corriente fracasa rotundamente cuando quiere entender el nuevo punto de vista y le parece estúpido que tales y tales personas estén satisfechas con cargar bultos o tal vez con sentarse y reflexionar bajo el sol durante toda su vida en este lejano país. El visitante siente la burla. Se ufana con el saber de su experiencia geográfica.

"Qué intrascendente la vida de este pueblo —señala—, y qué increíble ignorancia que no se den cuenta de su intrascendencia". Tal es la arrogancia de una persona que no ha resuelto ni encontrado su propia intrascendencia.

Aun así, a decir verdad, hacen falta conocimientos para ver a una mestiza con un vestido de una sola pieza recargada con desgano sobre las jambas de una casucha de adobe mientras un niño desnudo se tira boca abajo sobre la tierra del camino; hace falta sabiduría para ver esto una y mil veces y aun así afirmar: "Efectivamente, esto es fundamental para el orden de la naturaleza. Esto es una parte de su economía. Si no existiera, algo faltaría".

Tal vez pueda decirse —de tener el valor para hacerlo— que la literatura más banal ha sido la que han escrito los hombres de un país sobre los hombres de otro lugar.

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LA GENTE DE LOS BARRIOS bajos en nuestras propias ciudades puede aterrar a una persona. Impone miedo ese gigantesco ejército de incontables rostros impenetrablemente cínicos, ese gigantesco ejército que enfrenta en silencio la eterna derrota. Uno está atento al primer rugido de rebelión, al instante en que el grito de guerra desgarre nuestro silencio. Mientras tanto, uno le teme a esta clase, a sus miembros, a su ruindad, a su poder —a su risa incluso—. Existe un enorme respeto nacional hacia ellos.

En sus manos está volverse terribles. Y el silencio de ellos sugiere todo.

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ES TAN HUMANA la envidia que hasta esos indios lo han envidiado todo, desde las estrellas que están en el cielo hasta los pájaros, pero es imposible asegurar que los indios sientan la desesperada furia contemporánea ante el accidente del nacimiento. Desde luego que el indígena se puede imaginar a sí mismo como rey, pero tal parece que él no siente que exista alguna injusticia en el hecho de no haber nacido soberano del mismo modo en que no la hay por no nacer como jirafa.

El indio, hasta donde yo veo, es singularmente humilde y sumiso. Carece de información suficiente para que su estado sea motivo de infelicidad. Nadie busca auxiliarlo. El indio nace, trabaja, tiene fe, muere, todo con menos dinero del que cuesta adquirir un perro de raza, ¿quién se va a preocupar por educarlo? ¿Quién se atreverá a advertirle que en el mundo hay riquezas, maravillas y fortunas que son de él? Para mí que tal apóstol asumiría una enorme responsabilidad. Yo recordaría que en realidad no hay tal consuelo en las riquezas, a fin de cuentas, según lo que yo he visto, y no me pondría a rezar por el brillo de las fortunas.

Un hombre es libre de ser una persona virtuosa en casi cualquier posición

de la vida. La virtud del rico no es mayor que la virtud del pobre como para decir que el rico tiene sobre él una gran ventaja. Estos indios son por mucho la clase más pobre que yo haya visto, pero en modo alguno son los peores en términos morales. De hecho, en lo que a la sola forma religiosa concierne, son de las personas más morales que he visto. Los indios son exageradamente devotos, de una fe ciega en su adoración —lo cual, entre los teóricos, vale muchísimo.

Pero desde mi punto de vista con es-to no es con lo que hay que medirlos. Yo mido su moral por las evidencias de paz y satisfacción que alcanzo a detectar en el semblante general de todos ellos.

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POR ESTAS RAZONES me rehúso a emitir un juicio sobre estas clases bajas de México. Hasta me rehúso a compadecerlas. Es cierto que por las noches muchos de ellos duermen amontonados en los quicios de las puertas y que se pasan los días tirados en el suelo. Es cierto que no tienen ropa que ponerse y lo que tienen son garras. Todas estas cosas son ciertas, pero sus caras casi siempre tienen cierta suavidad, una cierta ausencia de dolor, una fe serena. Puedo sentir la superioridad de su satisfacción.