Del discurso a la arenga, el hablador y los dioses

Del discurso a la arenga, el hablador y los dioses
Por:
  • Gerardo Cardenas

El discurso inflamado es tan parte de nuestra cultura que difícilmente lo veríamos como un elemento destacable o merecedor de un análisis aparte. Lo podemos imaginar o ubicar a través de la lectura en tiempos remotos. Ahí está Moisés con las tablas de la ley ante los hebreos recién liberados de Israel; Jesús de Nazaret promulgando las bienaventuranzas ante los hebreos sojuzgados por Roma; William Wallace a punto de entrar en combate y vencer a las tropas de Eduardo Piernaslargas; Napoleón ante las pirámides; Hitler o Mussolini en incontables plazas públicas; Churchill ante los micrófonos de la BBC afirmando que enfrentarán a los alemanes en aldeas, calles y playas, y que el Reino vivirá su mejor hora; Martin Luther King contando su sueño en la capital de otro imperio.

La arenga es tan parte de la naturaleza humana, tan esperada en cierto momento como convocatoria de voluntades y entusiasmos o de iras y violencias, que la capacidad de hablar en público es vista como un punto fuerte entre otras muchas características que pueden darle un empleo estable y bien remunerado a una persona. Pero, ¿por qué pararse ante una multitud e incitarla a la acción? ¿Qué mueve a quien pronuncia la arenga? ¿Por qué, quien la escucha, debe sentirse convocado a pensar o incluso hacer algo?

LA ILÍADA EN LA ERA DIGITAL

A principios de año emprendí, junto con muchos otros que convocaron a hacer una lectura colectiva y comentada en redes sociales, la revisión canto por canto de La Ilíada de Homero (en la segunda mitad del año acometeremos La Odisea). Como en todo esfuerzo grupal son muchos los que se suman al proyecto en un principio, aunque luego van cayendo por el camino hasta que sólo quedamos unos cuantos: los necios y obcecados, los obsesivos. Releer de esta forma sistemática La Ilíada me ha permitido reencontrarme con detalles que creía perdidos u olvidados. La comercialización, vía Hollywood, de una obra fundamental de la cultura occidental nos ha creado un potaje bastante indigesto donde Aquiles, Agamenón, Menelao, Helena, Paris y otros no son, en la pantalla, quienes realmente fueron en la historia contada por el famoso poeta ciego.

Hay un nivel de complejidad no sólo en la historia que cuenta Homero, sino en la manera en que la cuenta, que ninguna versión para cine o televisión podrá jamás alcanzar. Me llama particularmente la atención el uso de la arenga en ese libro. Los grandes héroes griegos y troyanos recurren constantemente a ella para inflamar a sus tropas. Entendiendo que hay un fuerte odio entre los dos campos, ¿es necesario que los líderes de cada lado recurran constantemente al acicateo?

Desde un punto de vista estrictamente militar, sí. La guerra de Troya lleva ya un tiempo disputándose cuando Homero decide iniciar la narración, justo en el momento en que estalla la ira de Aquiles contra Agamenón. Tanto griegos como troyanos deben sentirse más que hartos de estar en guerra constantemente, sin poder volver a sus tierras, sus mujeres, sus familias y todos los etcéteras que queramos poner. Es necesario estarles picando la voluntad para que la balanza militar se incline finalmente de un lado.

PREDICADORES EN LAS LETRAS

Desde un punto de vista literario también encuentro un sentido. Homero necesita mantener la acción viva, no todo pueden ser combates a espadazos, flechazos y lanzazos. Y no todo pueden ser intrigas entre los dioses del Olimpo, claramente divididos en sus quereres y apoyos ya sea por Grecia, ya sea por Troya. Las arengas establecen un puente poético, donde el lector puede descansar un momento, para después abordar la narración desde otro punto de vista. Homero es astuto en el momento en que introduce las arengas. Como autor es un maestro del ritmo.

Pero yo quiero ver otra cosa. El uso de la arenga me despierta una inquietud. Por eso hablaba tanto de Hitler como de Martin Luther King, tanto de Mussolini como de Jesús de Nazaret. Algo nos mueve a subirnos a la cima de un cerro —creo que la arenga no funciona si al menos no se trepa uno a un banquito o aunque sea a un ladrillo, pero después volveré a este tema—. El asunto es ponernos en alto para, desde ahí, dirigirnos a una masa que nos observa inquietante y que espera una iluminación o, al menos, una certeza. No la planteo como un elemento mítico, pero sí como una herramienta en la construcción mítica del héroe, dentro de la lógica de Joseph Campbell según la plantea en el libro El héroe de las mil caras. En particular me interesa pensarla dentro de esa lógica, en el movimiento de retorno del mundo sobrenatural a la Tierra, que se identifica como el rito de paso del héroe.

Me detengo un momento aquí, tomando como referencia el análisis de Campbell. En el proceso de formación del héroe, y en especial en su relación con la divinidad, se establece una separación de su naturaleza terrenal, digamos un ascenso, una iniciación y, finalmente, un retorno. En el retorno existe una iluminación, mientras en la iluminación hay ya una distancia que separa al héroe de cualquier congénere humano. Se ha vuelto otro, distinto, ajeno, y sin embargo resulta cercano, tan cercano que lo vemos, oímos y tocamos.

Además existe una verticalidad física. Campbell habla de la iluminación del Buda luego de sentarse bajo un árbol. Hay un fuerte elemento esotérico en lo vertical: se establece una vía de comunicación directa entre cielo y tierra, donde el héroe es el punto de conexión. Por eso creo que para arengar el héroe sube a lo alto de una montaña, o de un podio, o de una silla, o de una caja de madera. Está en un plano vertical, por encima de los otros, y estos lo ven y escuchan, mirando hacia arriba, hacia el cielo, en éxtasis. Que yo sepa, nadie ha inflamado multitudes desde una coladera ni desde el fondo de una boca de estación del metro.

"La arenga goza de cabal salud. Contiene los mismos elementos que hace miles de años inflamaban a las tropas griegas y troyanas. Quien la pronuncia siente una inspiración divina, una justificación universal y eterna".

ALGO MAYOR QUE UNO MISMO

No hay ejemplo más claro para mí del sentido mítico de la arenga que el retorno de Moisés al pueblo hebreo, tras su encuentro con Jehová en lo alto del monte Sinaí. Tras una serie de portentos (relámpagos, terremotos, presencia de ángeles), Moisés regresa para dar a conocer al pueblo la nueva ley que guiará sus destinos. Por supuesto, el lector atento notará que los diez mandamientos son dados a conocer directamente por la voz de Dios. Sin embargo, una vez cumplido este trámite hay muchos otros mandamientos que Jehová encarga a Moisés: él debe comunicarlos a un pueblo siempre expectante, con la vista clavada en la cima.

En ningún momento Campbell habla de la arenga como una herramienta mítica pero sí apunta lo siguiente, que me parece fundamental: “los héroes universales —Mahoma, Jesús, Gautama Buda— traen un mensaje al mundo entero” (la traducción del original en inglés es mía). Sé que transito en terreno movedizo, pero ¿no necesita el héroe mitológico precisamente de un verbo tan poderoso que pueda llevar a las multitudes a entender y practicar el mensaje de los dioses? ¿No asume una naturaleza divina o semidivina el héroe mismo cuando utiliza la palabra para conmover a las masas?

Al convocar a sus tropas, Agamenón —por los griegos— o Héctor —por los troyanos— creen hablar por boca de los dioses que favorecen su causa. Las tropas se arremolinan y la batalla se traba. Mucho está en juego, pero en la furia del combate los soldados se sienten conmovidos e impelidos por las palabras del líder. Los dioses hablan por él, por lo tanto al obedecerlo se hace lo correcto.

Aunque el sentido sea muy distinto, encuentro que es la misma dinámica y la misma lógica que lleva a Jesús de Nazaret a repartir las bienaventuranzas ante una multitud expectante. Él se sabe portador de la palabra de Dios y su objetivo final es liberar al pueblo de un doble yugo: el material del colonizador romano y el espiritual del pecado, que podemos leer como una interpretación errónea del mensaje divino.

No comento los discursos de Hitler y Mussolini, pero ambos se sentían justificados por algo mayor que ellos mismos, llamémosle un pasado glorioso, un futuro de gloria o la fuerza de la Providencia. Los resultados quedaron a la vista, así como el impacto que tuvieron sus palabras incendiarias. Y tanto Churchill como Roosevelt como Stalin hicieron uso de la arenga para movilizar a su gente (son de especial dramatismo las palabras de Churchill, en momentos en los que Inglaterra parecía irremediablemente vencida).

I HAVE A DREAM

Mucho se ha examinado el discurso “Tengo un sueño” pronunciado por Martin Luther King en Washington. Éste es el punto focal del movimiento de derechos civiles, una prédica magnificada por el tiempo y por los medios masivos de comunicación, desde lo alto del cerro donde la inspiración de un hombre tiene una relación directamente vertical con la divinidad, hacia arriba, pero también con la necesidad de movilizar a millones para cambiar un estado de cosas profundamente injusto. El hecho de que varios puntos que buscaba King aún no se hayan logrado otorga aún mayor dimensión a las palabras que pronunció entonces.

El discurso de corte mítico puede ser un estado permanente de quien lo pronuncia o una mera iluminación momentánea. Barack Obama no fue un orador de masas, pero al hablar en Chicago tras ganar su primera elección presidencial logró sacudir a quien lo estaba escuchando. Tampoco Abraham Lincoln fue un orador incendiario, pero en su intervención pública en Gettysburg, de apenas 271 palabras, el presidente de Estados Unidos logró renovar la certeza de por qué se estaba peleando la Guerra Civil y por qué había que continuar en ella hasta alcanzar la victoria.

Regreso a Campbell brevemente porque al final de su ensayo reflexiona sobre el héroe moderno en un mundo secular y analiza cuáles podrían ser las causas que lo motivarían. El autor era un optimista, dotado de una poderosa fe en la humanidad. Creía que la causa del héroe, por su roce con la divinidad, debería ser siempre elevada. Tal vez tenga razón y en el mundo de la posmodernidad, tomado por la inmediatez, las redes sociales y los neopopulismos, el héroe esté de sobra o se haya extinguido. O tal vez ya no tengamos tiempo o interés por explorar o buscar lo heroico.

Con todo, eso no quiere decir que la arenga haya desaparecido. Al contrario, goza de cabal salud. Contiene los mismos elementos que hace miles de años inflamaban a las tropas griegas y troyanas. Quien la pronuncia siente una inspiración divina, una justificación universal y eterna. Además, ahora cuenta con un elemento repetidor que multiplica su alcance por millones y de forma inmediata: las redes sociales.

Lo vemos en Maduro, en Trump, en López Obrador. A ninguno de los tres los llamaría héroes, pero los tres conocen, instintiva o reflexivamente, el poder de su oratoria. Construyen su propia mitología a partir de discursos en vivo o a través de las redes sociales. Su voz se multiplica por esas mismas vías. Siembran en quienes los escuchan esa sensación de trascendencia, esa verticalidad del discurso, esa sencillez letal de quien apela a lo básico para conseguir lo dramático. Se ven a sí mismos como personajes míticos y cimentan el mito con base en el hilo que van trenzando.

Sus dioses ya no son etéreos, en mucho son máscaras de sí mismos o están ocultos detrás de la cortina como el Mago de Oz (que también arengaba lo suyo). Tocan fibras, sacuden voluntades. Detrás no hay nada, el cimiento es endeble, la escenografía es de madera sintética, pero las palabras son poderosas, son ríos torrenciales. Sabemos del poder de la arenga. La pregunta es: ¿tenemos aún el poder de dilucidar?