Escribir, ¿para qué?

Escribir, ¿para qué?
Por:
  • alejandro_de_la_garza

Al fondo de su nido, el alacrán recorre sus libreros meditando en las quejas de sus amigos escritores sobre la falta de esa lectura estimulante, transformadora y profunda, ambicionada siempre por el lector y el escritor. Desde luego son opiniones parciales, aun viniendo de estimados escritores, pues todos sabemos de lo inagotable de la lectura (y tenemos un montón de libros pendientes).

No obstante, los comentarios expresan una necesidad emocional del lector y acaso revelan un reclamo al escritor: Escribir, ¿para qué? ¿Hay lectores deseosos de esa obra? ¿Importan? El arácnido se imagina a varios escritores repitiendo el minicuento de Salvador Elizondo: “Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía...”. (El grafólogo, 1972).

Por otro lado, a partir de la teoría de la recepción desarrollada por críticos como los estadunidenses Stanley Fish y Harold Bloom, y los alemanes Hans Robert Jauss y Wolfgang Iser, el lector se ha introducido como un fantasma en el centro de las teorías literarias (Umberto Eco), lo cual implica la imposibilidad de la realización plena de la escritura si el lector no cierra el círculo leyendo.

"Aparece Josefina Vicens: ¿Por qué un libro no puede tener la misma alta medida que la necesidad de escribirlo?".

No hay misterio, reconoce el alacrán: el estado emocional del lector determina en mucho su atracción por tal o cual libro. ¿Qué nos gusta leer, qué necesitamos leer, qué nos emociona leer? Entramos a un libro con la esperanza de salir de él modificados, siendo otros. Acaso el escritor se hace las mismas preguntas: ¿Qué me gusta escribir, qué necesito escribir, qué me emociona y transforma escribir?

Durante tres décadas el venenoso ejerció la lectura y la escritura derivada de sus lecturas, es decir, la crítica literaria. Incluso publicó un libro de ensayos de esa especie. Pero hace unos años abandonó la frenética lectura de novedades y detuvo esa compulsión. A cambio, relee con parsimonia y disfruta de esos libros que en su momento no dijeron nada y al reencontrarlos parecen hablarnos directamente, en una suerte de bibliomancia seductora.

En un estante del librero aparece Josefina Vicens: “¿Por qué un libro no puede tener la misma alta medida que la necesidad de escribirlo? Si encontrara una primera frase, fuerte, precisa, impresionante, tal vez la segunda sería más fácil y la tercera vendría por sí misma. El verdadero problema está en el arranque, en el punto de partida... tengo que encontrar esa primera frase. Tengo que encontrarla” (El libro vacío, 1958).

El escorpión regresa a la obediencia nocturna de la lectura (Juan Vicente Melo dixit).