Cuba

La historia en rebanadas

A raíz del triunfo de la Revolución Cubana, en 1959, los escritores de la isla han buscado formas de abordar
su día a día bajo el régimen derivado de ella. Si en los noventa intentaron una “estetización de la precariedad”,
en el siglo XXI, señala Rafael Rojas, abordan la persecución contra homosexuales, el antiintelectualismo
y la intervención bélica en Angola. No falta la presencia crepuscular de Fidel Castro —quien durante su propio
velorio se levanta a tomar café con familiares y amigos—, entre los registros de una nueva generación de narradores.

Ahmel Echevarría (1974).
Ahmel Echevarría (1974).Fuente: fotocommunity.es
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Antes de morir, en abril de 2014, el gran historiador francés Jacques Le Goff dejó un escrito titulado ¿Realmente es necesario cortar la historia en rebanadas?, que rescató en español el Fondo de Cultura Económica. Le Goff, que era medievalista, protestaba contra la mortificante práctica de la periodización, que vulgarizó la historia moderna. Pero detrás de tanta protesta, el anciano historiador consideraba la periodización inevitable.

La historia académica aplica todo tipo de periodizaciones, de una década o de un siglo, de épocas marcadas por revoluciones o guerras civiles, caos u orden. Generalmente, esas periodizaciones deben enfrentarse a la propia narrativa histórica que los estados construyen sobre sí mismos. En México, por ejemplo, historiadores como Daniel Cosío Villegas o Jesús Silva Herzog comenzaron a hablar de la post-Revolución desde los años cuarenta, pero los sucesivos presidentes y gobiernos del PRI siguieron presentando la Revolución como un presente infinito hasta los años ochenta.

Cuba es otro buen ejemplo de continuismo simbólico en América Latina y el Caribe. Según el relato oficial, el tiempo presente de la isla forma parte de una Revolución que inició en enero de 1959, aunque en otra variante discursiva de ese relato, en la que intervino protagónicamente Fidel Castro, la Revolución habría comenzado el 10 de octubre de 1868, cuando estalló la primera guerra de independencia.

La nueva narrativa cubana se enfrenta a esa intemporalidad por medio de diversas estrategias de historización. Algunos narradores, como Leonardo Padura, Pedro Juan Gutiérrez, Ena Lucía Portela, Antonio José Ponte, Ronaldo Menéndez o Wendy Guerra, hicieron de la década de los noventa un lugar propicio para la ficción. Ese lugar produjo una estetización de la precariedad o la ruina que, según han sostenido algunos críticos como Walfrido Dorta o Nanne Timmer, parece haber dado todo de sí.

ENTRE NARRADORES MÁS JÓVENES, que comienzan a producir novelas en la segunda década del siglo XXI, observamos otras maneras de contar —y cortar— el tiempo cubano. Ahmel Echevarría, por ejemplo, nacido en La Habana en 1974, ha escrito tres novelas en las que la historia emerge como una sucesión de puntos ciegos, invisibilizados o narrados ritualmente por el poder, que demandan del escritor y sus personajes una intelección pública.

En la primera de esas novelas, Días de entrenamiento (2012), el narrador se enfrenta al fenómeno de la convalecencia de Fidel Castro a partir del verano de 2006. El novelista glosa el reporte clínico del Noticiero Nacional: “Estrés extremo. Crisis intestinal aguda. Hemorragia. Una complicada intervención quirúrgica”. Luego la novela da cuenta de la fe de vida intermitente que transmitían los medios oficiales, mostrando a Fidel en ropa deportiva, dando breves pasos, agitando los brazos o levantando el ceño con expresión aturdida.

Como en toda la narrativa cubana reciente, la autorreferencialidad de la tradición literaria de la isla se plasma aquí por medio del homenaje al escritor Guillermo Rosales, quien se suicidó en Miami en 1993. En su novela Boarding Home (1987), Rosales ideó un alter ego, William Figueras, que sueña que Fidel Castro se muere, pero en medio de las honras fúnebres sale de su ataúd y toma café con los asistentes al velorio. Una escena muy parecida a la imaginada por Rosales y reconstruida por Echevarría aparece en la novela Mi novia preferida fue un bulldog francés (2017), de Legna Rodríguez Iglesias.

Carlos Manuel Álvarez (1989).
Carlos Manuel Álvarez (1989).Fuente: bogota.gov.co

En La Noria (2013), otra novela de Echevarría, la figura del escritor apócrifo Alfonso Pérez de la Riva, fallecido en 1971, permite reconstruir las tensiones intelectuales que antecedieron y sucedieron al Caso Padilla en 1971. A través de cartas imaginarias entre ese escritor y Julio Cortázar, Echevarría repasa todos los tabúes oficiales sobre la política cultural cubana de los años sesenta: la persecución contra los homosexuales, la censura de Paradiso, de José Lezama Lima, el antiintelectualismo, la intolerancia.

En la novela Caballo con arzones (2017), el narrador se interesa en los que Stefan Zweig llamaba “momentos estelares”, en este caso de la historia contemporánea de Cuba: el éxodo de Mariel en 1980 o el viaje al espacio del cosmonauta cubano Arnaldo Tamayo Méndez en septiembre de ese mismo año. Echevarría juega con la fórmula retórica del dónde estabas tú el día que y, en alusión al juicio contra el general Arnaldo Ochoa y el coronel Antonio de la Guardia, con el posterior fusilamiento de ambos, en 1989, pregunta: “¿Qué hacían tus manos y tus ojos cuando Ochoa, en la TV, detrás del enorme cristal de sus espejuelos, era juzgado culpable?”.

No es nueva esa estrategia casuística o enfocada en un suceso traumático o incómodo del pasado, en la literatura cubana. Algo similar se escenifica en El hombre que amaba a los perros (2009), de Leonardo Padura, donde se expone el asilo cubano del asesino de León Trotsky, Ramón Mercader, o en Nunca fui primera dama (2008), de Wendy Guerra, sobre la biografía nunca escrita de la heroína revolucionaria Celia Sánchez, o en La casa y la isla (2016), de Ronaldo Menéndez, donde se desmitifica a la Escuela Lenin, o en El hijo del héroe (2017), de Karla Suárez, sobre la prolongada y costosa intervención en la guerra civil de Angola.

EN LA ÚLTIMA GENERACIÓN hay, sin embargo, una exposición del trauma más epidérmica y deliberadamente frívola. No hay voluntad de denuncia o reparación en ficciones que parten de la premisa de que las políticas del olvido y el escamoteo son rutinarias en la experiencia cubana. Esa premisa produce un extrañamiento de la historia nacional que se lee en ejercicios distópicos, como los de la escritora Legna Rodríguez Iglesias, nacida en Camagüey en 1984, en la ya citada Mi novia preferida fue un bulldog francés.

El primer relato de ese libro puede interpretarse como una parodia de la novela de dictadores, en la que un viejo patriarca, que es una mezcla de Franco y Fidel, muere a los 90 años de meningoencefalitis. Como el Fidel que toma café en su propio velorio, este patriarca, que intervino en la Guerra Civil española y en la Revolución cubana, es un muerto vivo, un zombi que observa y narra con precisión cada movimiento de sus hijas y sus nietas en la funeraria donde lo velan.

En la serie de libros de madera, concebida por el artista Léster Álvarez y que se publica bajo el sello La Maleza, los convocados eligen un título que se graba sobre una tabla y es, además, todo el texto, bajo los nombres y apellidos del autor. Rodríguez Iglesias escogió para el suyo una pregunta que recuerda las cavilaciones de escritoras cubanas del primer exilio, como Nivaria Tejera o Julieta Campos, y que resume, en buena medida, la condición histórica de la nueva generación: ¿Por qué la Revolución no era amor verdadero?.

En sus libros, Rodríguez Iglesias presenta una Cuba actual que es, en realidad, la hiperbolización de algunos de sus rasgos. La burocracia, la arbitrariedad, el crimen, la desidia y la desesperación se amplifican dejando al lector la sensación de que está ante una realidad fuera del tiempo. Más o menos la misma atmósfera que logra transmitir Jorge Enrique Lage (1979), en Carbono 14. Una novela de culto (2010) y La autopista: The Movie (2014), dos relatos ubicados en una Habana postapocalíptica, cuyos límites se confunden y entremezclan con los de Miami.

EN LAS NOVELAS de Lage, como en las de Ahmel Echevarría o Legna Rodríguez, los personajes sueñan con Fidel. En La autopista tiene lugar un sueño en el que Roberto Goizueta, el empresario cubano que llegó a ser director general de la Coca-Cola, sostiene una larga charla con Castro en sus oficinas de Atlanta. Lo que se ve tras las grandes ventanas de vidrio de Goizueta son los barrios de Miramar y el Vedado, donde transcurrió la infancia habanera del empresario. Sin embargo, la animada conversación, no trata sobre el pasado o el futuro de Cuba sino sobre las formas más eficaces de prevenir la adulteración del refresco.

En su tercera novela, Archivo (2015), Lage vuelve a dibujar una Habana distópica, regida por el culto a la personalidad de Fidel Castro. En el apartamento de un reguetonero llamado Baby Zombi hay imágenes de Fidel en “alfombras, abanicos, tazas, platos, portavasos y pisapapeles”. En una explosión de kitsch delirante, la casa está atiborrada de miniaturas, muñecos y action figures del comandante vestido con su uniforme verde olivo o con sus pants Adidas o con su rostro senil, incrustado en un Batman, un Superman y otros héroes de cómic.

La novela propone que en los bajos de Villa Marista, la Lubianka habanera o centro de detención e interrogatorios de la Seguridad del Estado, existe un laboratorio de alta tecnología donde tienen lugar talleres literarios y debates de teoría artística, para instruir a agentes de la represión cultural. Pero ese mundo de memorabilia fidelista y normalización autoritaria está localizado en un futuro evanescente, cuya única certeza parece ser la reafirmación del periodo revolucionario como pasado de Cuba.

Termino con un par de novelas de otro escritor de la más reciente generación: Carlos Manuel Álvarez, nacido en Matanzas, en 1989. En sus últimos libros, Álvarez ha trazado un arco de relación con la historia que va de una novela familiar como Los caídos (2018), escenificada en una pequeña comunidad de provincia, muy parecida al puerto de Cárdenas, entre fines del siglo XX y principios del XXI, a otra desterritorializada y atemporal como Falsa guerra (2021), donde el personaje central es, en buena medida, la nueva diáspora cubana. En ambas observamos la misma persistencia en la elusión de fórmulas asentadas en la literatura cubana más leída dentro o fuera de la isla.

Lo mismo en una ficción hiperlocalizada que en otra migratoria o diaspórica, la historización de Álvarez comparte, con sus contemporáneos, el impulso de fracturar el tiempo cubano, encapsulado en la edad eterna de la Revolución. Si en Los caídos se explora un después de la era revolucionaria, que arranca con el colapso del socialismo real, en Falsa guerra la trama se adentra en un tejido migratorio conformado por las diversas oleadas del éxodo cubano. La nueva narrativa cubana impone a la historia de la Revolución, interminable y continua según la ideología, un final y una parcelación.