Con Juan García Ponce: memorias de un escriba

“Considero que el deber del escritor es abrir el campo de la experiencia”, señaló el yucateco Juan García Ponce
en 2001, al obtener el Premio Juan Rulfo de la FIL Guadalajara. Aunque deteriorado por la esclerosis
múltiple desde joven y hasta su muerte —en 2003—, su obra es extensa y también intensa. Abarca cuento,
novela, guión, dramaturgia, ensayo, traducción. En los años ochenta, un estudiante de Letras francesas
en la UNAM fue su amanuense y se privilegió del contacto con uno de nuestros autores más notables. Aquí, la historia.

Juan García Ponce (1932-2003).
Juan García Ponce (1932-2003).Fuente: youtube.com
Por:

A Hernán Lara Zavala

Juan García Ponce solicita ayudante. Comunicarse con Meche”. Así decía el letrero pegado en uno de los pilares de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Venía un teléfono. Llamé e hice una cita. Los requisitos eran tener una letra manuscrita legible y escribir bien a máquina. Me recibieron su hija Mercedes y el maestro en su silla de ruedas, empujada por su enfermera Angelina Jasso (quien falleció este mismo 2020). Meche me hizo una prueba. Juan me preguntó qué estaba leyendo. Llevaba un número de la revista Palos de la Crítica, donde habían publicado un cuento de Bataille. Le comenté que había estudiado con los maristas. Quedó de hablarme en un par de días, pero en la puerta me alcanzó Meche para preguntarme si podía empezar de inmediato, al día siguiente. En la arrogancia de mis veinte años, le pedí que me diera dos días para poder pensarlo. Dije que sí, afortunadamente.

EL 5 DE FEBRERO de 1981 llegué poco antes de las 11 de la mañana. Eugenia, la cocinera, me abrió la puerta. Atravesé una sala con una alfombra color mamey oscuro. Libreros de un metro de altura se encontraban adosados a la pared. Pinturas en la parte de arriba. Un pequeño comedor debajo del cuadro Destrucción de un orden, de Vicente Rojo. Una cama esquinada como si fuera una sala. Al fondo, el estudio. En él, una mesa, réplica de la de Robert Musil y una ventana que daba a un patio interior. Sobre la mesa, piedras y contenedores de cerámica para las plumas. Una Olivetti Lettera 32 verde. Y las fotos enmarcadas de sus escritores favoritos. Mencionaré solamente a cinco de ellos:

1) La máscara mortuoria de Robert Musil, quien le enseñó que la literatura es “el medio propicio para tratar de poner a prueba nuevas posibilidades de vivir una vida que sea diferente a la vida”.1

2) La foto de Pierre Klossowski, quien creó a Roberte, el signo único:

Si abandonar el signo es imposible, tanto para Klossowski como para cualquiera que haya entrado al círculo donde ejerce la radical fascinación de su absoluto poder de coherencia, hay que encontrar continuamente nuevas formas de representación que lo hagan aparecer una vez más en tanto están obligadas siempre a ir más allá, esas formas hacen también cada vez más evidente al modelo en la [sic] que vuelve a representarse el signo.2

3) La foto del francés Marcel Proust, quien escribió:

Albertine es inapresable. Pero mientras es su prisionera sólo hay dos maneras mediante las que el narrador siente que la posee verdaderamente: cuando la suma, la identifica o la superpone a una obra de arte o, lo que es mucho más perturbador, cuando, gracias al hecho de que Albertine está sumergida en un sueño profundo y por tanto cerrada enteramente en sí misma, el narrador puede contemplarla como si fuera un objeto, una cosa, casi también sería legítimo decir como si fuera una muerta, un cadáver.3

4) La de Heimito von Doderer. En su libro Ante los demonios, Juan García Ponce escribe esto, que muy bien podría condensar el espíritu de todos sus ensayos literarios: “¿Cuál otra puede ser la función de la crítica más que contar explicando?”.4

5) La de Thomas Mann: “Es antes que nada y por encima de todo el Elegido, es aquel que logra que desde lo monstruoso florezca lo perfecto y hablando desde nadie se convierte en todos y nos devuelve nuestra propia voz”.5

Era como si con esas fotos invocara la presencia, en el espacio de creación, de escritores que alimentaron su alma y su obra.

YO NO SABÍA todo eso cuando llegué.

Me pidió que colocara una hoja en la máquina de escribir y me dictó: “Desde un principio Inmaculada pareció haber sido elegida para el mal”. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Vestido de negro —pantalón de pana y suéter—, mocasines, las manos cruzadas sobre las piernas, los lentes de metal, bien peinado, su voz cavernosa que con el tiempo se fue haciendo casi ininteligible.

Me dictaba... Las frases salían de su boca y yo las colocaba en el papel al empujar las teclas. Y veía aparecer a Inmaculada que cada día exploraba su sensualidad. El capítulo que el lector leería en minutos en el libro impreso, ¡cuántas horas de trabajo tenía detrás! Así era cada día, de lunes a viernes. A veces, de repente hacía una pausa y me dictaba un ensayo o la presentación para un catálogo.

Fueron cuatro años. A lo largo de ese tiempo, Angélica Colín, mi novia de esa época, quien estudiaba Letras Francesas conmigo y era sobrecargo de Mexicana, le traía de Estados Unidos las medicinas que el neurólogo le recetaba y no se conseguían aquí.

En esos años me dictó la primera versión de Inmaculada o los placeres de la inocencia: 1,184 páginas, lo recuerdo bien. La narración estaba llena de los andamiajes psicológicos que, en la versión definitiva, Juan hizo a un lado, como el pintor, una vez terminado el mural. La versión definitiva es mucho más corta.

Después de dos horas, me decía: “Hasta aquí llegó Colón, hasta aquí sus carabelas”. Tocaba el timbre y reaparecía Angelina para llevárselo. Era un ritual que no fallaba. Alguna vez llegué y había varios artistas dormidos en la sala. Juan salió de su habitación. La noche había sido larga. Se notaban los estragos de la falta de sueño y del alcohol. Lo más sencillo hubiera sido que me pidiera volver al día siguiente. No. Con voluntad de rinoceronte entramos al estudio y me dictó, en lugar de cuatro cuartillas, cuatro párrafos, que al día siguiente fueron descartados. Pero ese día no dejó de escribir, como si en ello le fuera la vida. Así era, en efecto.

Balthus, Katia leyendo, pintura al temple, detalle, 1974.
Balthus, Katia leyendo, pintura al temple, detalle, 1974.Fuente: wikiart.org

DURANTE EL DICTADO de la novela, me pedía de pronto que abriera el libro dedicado a Balthus, publicado por Skira, en el cuadro Katia lisant (Katia leyendo). Katia es Inmaculada, con su rostro ovalado, leyendo... También, a veces, que desplegara el cuadro La Rue (La calle). El hombre de blanco que carga una viga es Arnulfo, el enfermero de la clínica del doctor Ballester.

Los cuadros no sólo creaban una atmósfera, era como si se conectaran con la escritura de la novela y le dieran forma.

A lo largo de los primeros años en los que cada mañana iba a su casa, yo casi no hablaba. Contestaba si me hacía una pregunta y me negaba a dar una opinión propia. Tenía miedo de decir una tontería. Con el paso del tiempo gané confianza. Un día me dijo: “Conozco todo el teatro universal”. Le respondí: “Todo mundo sabe de tu IQ. Parece, sin embargo, una afirmación aventurada”. Respondió: “Durante diez años leí una obra de teatro todos los días. Conozco todo el teatro universal”. Así era Juan. Había leído todo y lo tenía bien estructurado en su cabeza, a partir de ideas fundamentales: la imposibilidad del amor; la literatura como el espacio que permite explorar profundidades que no se pueden expresar sin ella; la mujer como signo; la representación como forma de romper la inmovilidad de la muerte; la inapresabilidad de la belleza.

Me regalaba algo en mis cumpleaños. Una vez fue el Diario de Paul Klee. Otra, una serigrafía de Felguérez del libro Diferencia y continuidad, cuyos aforismos él me había dictado. Otro año me dijo: “Mis hijos no están y Angelina no puede escoger un libro para ti. Elige el que quieras de mi biblioteca. Es tuyo”.

Era obvio que no iba a quitarle ninguno de sus libros. Decidí pensarlo al revés. ¿Cuál libro le pediría, si fuera el caso? Obvio, el de Balthus. Fui a la Librería Francesa y lo compré. Al día siguiente lo puse sobre la mesa que estaba a la izquierda del sillón donde lo esperaba. “¿Y ese libro?”. “Es el que me compraste”. “Qué buen gusto tengo”, me dijo, y sonrió, con esa sonrisa que casi era una mueca.

CUATRO AÑOS DESPUÉS decidí que mi ciclo se había cerrado. Necesitaba buscar otros horizontes. La brecha entre lo que Juan escribía y mis lamentables y tímidos escritos era demasiado amplia. Quería hacer algo diferente. Le avisé. Me pidió que no me fuera sin dejar alguien en mi lugar. Le presenté a Andrés Ordóñez, quien llegó a ser embajador de México en Marruecos y hoy es el Director del Centro de Estudios Mexicanos de la UNAM en Madrid.

El último día me dijo: “Hasta aquí llegó Colón. Hasta aquí sus carabelas”. Respondí: “Gracias por todo”. Contestó: “Ojalá llegues a presidente”. “Sabes que no llegaré y que no me interesa”. Dijo: “Lo sé. Aunque no lo quieras, sólo vas a ser un vil escritor”. Las lágrimas empañaron mis anteojos —y he de decirlo, también los de él.

A partir de esa fecha me invitaba un par de veces al año a cenar a su casa. Eugenia hacía la cena y Angelina servía los tragos. Yo había escrito un libro sobre él: La inocente perversión: Mirada y palabra en Juan García Ponce. Le pedí que leyera el manuscrito inédito. Me convidó a cenar. Yo esperaba aterrado una crítica demoledora. Al final comentó algunas imprecisiones biográficas y dijo: “Escribes muy bien”. Salí de su casa a la una de la mañana. Manejé por la ciudad desierta. Me sentía como si me hubieran armado caballero en la Edad Media. El libro ganó la mención honorífica del José Revueltas e inauguró la colección El centauro.

Se notaban los estragos del alcohol… me dictó cuatro párrafos, que al día siguiente fueron descartados. Pero
ese día no dejó de escribir 

SER SU ESCRIBA definió mi vida en muchos sentidos. Estando con él solicité una beca de narrativa que otorgaba Bellas Artes. Nuestro tutor —de Fabio Morábito, Saúl Millán, Mauricio Carrera y mío— fue Alejandro Rossi (existe una foto hermosa donde están Alejandro y Juan, con Juan García Oteyza en medio, debajo del cuadro de Rojo en la sala). Rossi fue para mí otro maestro excepcional; un día le habló de mí a Enrique Krauze, quien me recomendó para que escribiera discursos en la Presidencia. De modo que, de una extraña manera, y desde la condición no de presidente, sino de “vil escritor”, la profecía de Juan se cumplió.

Llegué a la casa de Juan, en Alberto Zamora 64, en Coyoacán, a los veintiún años y salí de 25. Fue mi periodo de iniciación. Mi primera nota publicada fue sobre De Ánima, él me dijo que se la llevara a José de la Colina al suplemento de Novedades. Tardé semanas de gastritis para escribir cuartilla y media. Tuve otros privilegios. Uno de los más grandes fue contar con sus lecturas guiadas. Cuando me dictó el ensayo “Auto de Fe” o el que escribió sobre Malcolm Lowry, me preguntó si había leído a Canetti o Bajo el volcán. Respondí que no. Dejaba que me llevara los libros —o yo los compraba en El Parnaso. Me apresuraba a leer todo lo que podía para no ser un escriba pasivo, para saber de lo que me estaba dictando.

Conocí a Meche Oteyza, mamá de Juan y Meche García Oteyza, sus hijos; a Manuel Felguérez, a Huberto Batis, a Juan Vicente Melo. Era yo estudiante y Hernán Lara Zavala, muy amigo de Juan, era el coordinador de Letras Modernas. Hablábamos con frecuencia de él, como lo hemos seguido haciendo desde entonces.

EL NARRADOR de Los demonios, de Heimito von Doderer, afirma al final de la novela:

El tren se aleja hasta perderse en la oscuridad mientras los pañuelos blancos de los miembros de “Nuestro grupo” que han ido a despedirlos parecen una bandada de mariposas. Entonces el cronista von Geyrenhoff dice: “En esos segundos me pareció que nunca más la vería ni a ninguno de los miembros del grupo que permanecían con los brazos en alto y movibles pañuelos en la casi desierta plataforma —nunca más en esta vida”.6

Cuando Juan cumplió 60 años, en 1992, la Facultad de Filosofía y Letras le organizó un homenaje. Aún conservo el poster, en el que un diseñador genial —Gustavo Amézaga— puso un ojo en boca del autor. Juan me invitó. Estuvimos en esa mesa Alberto Castro Leñero, Joaquín Armando Chacón, Manuel Felguérez, Juan José Gurrola, Hernán Lara Zavala, Juan Vicente Melo, Guillermo Samperio, Esther Seligson y Roberto Vallarino. En 2020 sólo vivimos Alberto, Joaquín Armando, Hernán y yo. Siento lo mismo que Von Geyrenhoff.

Después de mí fue escriba durante un breve tiempo Andrés Ordóñez y luego Graciela Martínez-Zalce. Después y hasta el final mi amiga María Luisa Herrera, quien me dijo un día que fui a la casa de ella y de David: “Cada quien tuvo su Juan”.

UNA VEZ le pregunté a Juan por qué me había elegido. Los requisitos eran tan sencillos. Y, sin embargo, había dejado pasar a muchos aspirantes. Me contestó que fue por feeling.

Lo cierto es que me saqué el Premio Mayor de la Lotería. Fue una experiencia única y profunda, llena de amor a la literatura y a la vida. Gracias, maestro; gracias, Juan.

Notas

1 Citado por Juan García Ponce, Las huellas de la voz, Ediciones Coma, México, 1982, p. 430.

2 Ibid., p. 464.

3 Citado por Juan García Ponce, Imágenes y visiones, Editorial Vuelta, México, 1988, p. 88.

4 Juan García Ponce, Ante los demonios, UNAM, México, 1993, p. 11.

5 Citado en Las huellas de la voz, op. cit., p. 363.

6 Citado en Ante los demonios, op. cit., p. 73.