La epidemia de la soledad digital

La epidemia de la soledad digital
Por:
  • naief_yehya

1. LA TARDE DEL MIÉRCOLES 11 de marzo, mientras caminaba por el desolado aeropuerto de Syracuse, Nueva York, entre comercios cerrados, salas desiertas, asientos vacíos y un bar con apenas una mesa ocupada, pensé que el temor, la precaución y el buen juicio ante la posibilidad de una epidemia habían creado el ambiente perfecto para viajar, un estado de ligereza y eficiencia rara vez permitido por los tumultos creados por la voracidad y ambición de las aerolíneas. Claramente esa tranquilidad era un espejismo, un tenue velo del desasosiego.

Eran las primeras y muy confusas señales de que la epidemia remota que veíamos ocurrir, casi como entretenimiento morboso, primero en Wuhan y luego en Lombardía, nos estaba alcanzando en Estados Unidos. Tras los videos posteados en redes sociales de policías en China, tomando la temperatura de la gente y aprehendiendo con brutalidad asombrosa a quienes la tenía alta, pasamos a las desgracias de los cruceros convertidos en gigantescas placas de Petri; fueron aislados a su suerte y más tarde se volvieron la versión contemporánea del mito de la nave de los locos, con gente fuera de sus cabales navegando a la deriva, rechazados por todos los puertos como apestados. En las estadísticas de infectados en el mundo por el coronavirus, la embarcación Diamond Princess aparece como si fuera un país, lo cual pone en evidencia que en una pandemia la noción de patria se convierte en un concepto frágil.

Al abordar un avión semivacío hacia el Aeropuerto Kennedy de Nueva York, lo abstracto comenzó a tomar forma pero seguía pareciendo un acontecimiento exótico, algo que tan sólo podía asir como reflejo de las epidemias cinematográficas que han moldeado nuestro entendimiento de los contagios y la sinrazón de las masas. La epidemia de películas y series sobre zombis y plagas se ha encargado en este siglo de educar nuestra respuesta a la propagación del horror con estrategias de supervivencia paranoica, egoísta e hiperarmada. No por nada hay colas en las tiendas de armamento en Estados Unidos, donde la gente busca desesperadamente comprar pistolas o rifles semiautomáticos en previsión de los disturbios y el vandalismo que, imaginan, serán inevitables porque así lo han visto en incontables thrillers y juegos de video.

Muy pronto, a los aeropuertos vacíos siguieron los tumultos en los supermercados y la histeria por comprar desinfectantes, guantes, máscaras y botellas de agua. Compras irracionales con que canalizamos nuestro poder de adquisición, el único poder restante de la burguesía que ha perdido el apetito por la democracia y la conciencia de sus derechos elementales. La ilusión de comprar nos hace libres, nos brinda seguridad y refugio para nuestras ansiedades, además de ser el sustento del orden imperante. Y nada podía reflejar con más puntería el estado de la cultura cínica y desesperanzada del Antropoceno que las rebatingas por acaparar papel higiénico en medio de una epidemia respiratoria y pulmonar. La acumulación histérica de ese producto en particular es un síntoma del consumo compulsivo, del desperdicio irresponsable, de la obsesión de confort y la frustración depresiva de la segunda década de siglo XXI.

[caption id="attachment_1130029" align="aligncenter" width="477"] Fuente: hispanidad.com[/caption]

2. LAS PANDEMIAS siempre comienzan con virus o agentes patógenos originados en lo que se percibe como tierras remotas (China, África, Kazajistán, el Medio Oriente o Wisconsin) y su propagación, que se debe a los viajes internacionales, el comercio o las guerras, va de la mano con el miedo, la xenofobia y la desinformación. La epidemia no sólo es el impacto biológico de una enfermedad contagiosa sino también las políticas de control de masas que aplican (o no) las autoridades. Como escribe Ivan Krastev, las epidemias son así un dispositivo para el análisis social que revelan lo que realmente importa a la población y lo que en verdad valora. “Cada epidemia conocida ha sido enmarcada y explicada no simplemente como una crisis de salud pública sino también como una crisis moral”, señala.

Las zoonosis, que son las enfermedades que se transmiten entre animales y pueden saltar de una especie a otra, incluido el hombre, están en el origen de alrededor de tres cuartas partes de las epidemias. Al domesticar al caballo la humanidad obtuvo la gripa común; la gallina nos trajo la varicela, la gripe aviar y el herpes zóster; criar cerdos fue el origen de la influenza y el sarampión; al ganado vacuno le debemos los contagios de viruela y tuberculosis. Los coronavirus son llamados así por tener una forma que evoca una corona y son responsables de alrededor del diez por ciento de las gripes comunes y de por lo menos tres infecciones graves que han saltado a la humanidad en este siglo: primero fue el Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS, por sus siglas en inglés), a finales de 2002; el Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS) en 2012; y el actual Covid-19, que apareció en el invierno de 2019 y del cual aún no se sabe mucho.

A pesar de sus orígenes animales, el Covid-19 tiene la extraña característica de estar perfectamente conformado para infectar y afectar seriamente a los seres humanos, lo que ha dado lugar a sospechas conspiratorias y paranoicas. Sin embargo, basta considerar que en la naturaleza existen miles de millones de virus en continua mutación y, por simple estadística, no es raro que uno desarrolle las características necesarias para volverse un eficiente asesino de humanos. El SARS-clásico (como lo llaman ahora con cierta ironía) apareció también misteriosa y súbitamente, atropellando a la humanidad y cobrando un número asombroso de vidas en un periodo muy breve. Pero de la misma manera que surgió, desapareció sin que se llegara a crear una vacuna para contenerlo.

"A diferencia de otras crisis de gran magnitud, en esta ocasión —apunta Krastev— algunos gobiernos no tienen miedo de crear pánico: por el contrario, recurren a él como la única manera de imponer el aislamiento voluntario".

No obstante el conocimiento científico de los microorganismos y sus mecanismos, en gran medida nos seguimos relacionando con las enfermedades infecciosas como si fueran provocadas por agentes místicos, humores, emanaciones, alientos sobrenaturales, miasmas y fuerzas de otros mundos. Así como antes se responsabilizaba a los cometas, a los judíos y a los chinos (o a quienes parecieran chinos), hoy circulan rumores de que el coronavirus es un arma biológica (que dos científicos chinos robaron de un laboratorio canadiense, o bien que la CIA desarrolló para destruir el potencial económico chino y al gobierno iraní), o incluso que es una política comercial controlada por George Soros y Bill Gates. Las epidemias están entrelazadas con mitos apocalípticos en todos los continentes, desde la peste bubónica hasta el coronavirus, pasando por la fiebre amarilla, la influenza española y el sida. La invisibilidad de los virus y bacterias es imbatible, y ante la ausencia de vacunas o remedios farmacológicos nos queda el recurso de la higiene, el aislamiento y la cuarentena, métodos medievales de supervivencia que obviamente no aseguran la inmunidad absoluta pero son la única y mejor opción.

3. CUANDO EL CORONAVIRUS comenzó a sembrar caos y muerte, las autoridades de varios países empezaron a predicar la política de distanciamiento social: evitar el contacto y la proximidad entre la gente. Es claro que los contagios siempre se han combatido manteniéndose lejos de los enfermos, pero en este caso, debido a la dificultad de obtener una prueba para esta enfermedad, la respuesta fue alejarse de todos, incluso de nuestros seres queridos. Y en sólo unas semanas asumimos este sacrificio extremo con voluntad y hasta cierto entusiasmo.

El distanciamiento social se ha vuelto el nuevo nombre de la solidaridad, dice Krastev. Perder el derecho a dar abrazos, besos y estrechar manos será una renuncia traumática, ojalá temporal, con la que habremos de lidiar de alguna manera en el futuro.

Escondernos y levantar muros entre los individuos parece ahora una estrategia moral y responsable. Ésta es la epidemia de la soledad digital, de alejarse de los amigos, los familiares más frágiles y los ancianos para buscar asilo en la convivencia de las redes sociales. Al alejarnos de la vida callejera y las rutinas, con el cierre de restaurantes, bares, comercios, museos, templos y gimnasios, así como con la prohibición de bodas, entierros y eventos sociales de todo tipo, nos hemos refugiado en Netflix, Amazon y otros servicios de streaming, al tiempo que nuestra supervivencia queda en manos de las empresas e individuos que se dedican a entregar comida, medicinas y bienes a domicilio. El orden mundial depende más que nunca de mensajeros en motos y bicicletas, trabajadores con pagas paupérrimas, situados en el nivel más bajo de la pirámide social. Ojalá sepamos recompensarlos cuando pase por fin la emergencia.

A diferencia de otras crisis de gran magnitud, en esta ocasión —apunta Krastev— algunos gobiernos no tienen miedo de crear pánico: por el contrario, recurren a él como la única manera de imponer el aislamiento voluntario. Por supuesto, es un atentado contra la democracia, la libre circulación y el respeto a los derechos individuales, pero también resulta una urgente expresión de realismo por parte de quienes no tienen idea de cómo defender a la población. Ahora bien, esta distancia social, llevada a su siguiente paso, implica paralizar las actividades, primero las no esenciales y poco a poco las más importantes e incluso vitales para la sociedad. De cualquier modo, toda respuesta gubernamental será juzgada por ser demasiado agresiva o laxa, demasiado tardía o temprana. Ordenar el encierro de la población es una difícil elección entre, por un lado,  salvar vidas de una amenaza ambigua y, por otro, destruir la economía.

[caption id="attachment_1130030" align="alignnone" width="696"] Fuente: mdzol.com[/caption]

Una de las más extrañas peculiaridades de esta enfermedad es su selectividad. A diferencia de otras crisis que amenazan por igual a la población, ésta se enfoca en grupos que son más vulnerables que otros. Inicialmente se insistió que los niños y jóvenes no tenían mucho que temer; en cambio, para los mayores de sesenta años el factor de riesgo crece en proporciones considerables. Pero cifras aparecidas en la tercera semana de marzo parecen contradecir esta afirmación, aunque el mensaje ya había sido asimilado. Buena parte de los jóvenes se niegan a someterse al distanciamiento social y eventualmente romperán con el aislamiento, lo que traerá un choque intergeneracional y posiblemente otras olas de contagio.

En esencia, la estrategia ha sido tratar de aplanar la curva, lo cual se refiere a lograr que la gráfica del número de contagios en el tiempo no tenga una forma puntiaguda, sino que parezca una curva lo más cercana posible a una línea horizontal: de esa manera no se tiene un alto número de casos de infección al mismo tiempo, sino que se distribuyen en un periodo largo. Muchos no ven esto como un método científico sino como la mera administración de los recursos médicos, algo que se ha resumido en la crudeza con que los médicos italianos defienden su decisión de asignar los ventiladores a quienes tienen más posibilidades de sobrevivir, dejando morir a los viejos y a los más frágiles.

Al tiempo que se impone erigir barreras entre ciudadanos, también se trata de cerrar fronteras. Lo cual una vez que ha estallado la pandemia es un tanto redundante: el mal ya ha entrado, ¿de qué sirve encerrarnos con él? Las restricciones de viaje han causado pánico, tumultos, confusión y aglomeraciones que han expuesto a nacionales y extranjeros, así como a agentes de seguridad, empleados de aerolíneas y aeropuertos, entre otros, a contraer la enfermedad. Esto sucedió, por ejemplo, cuando el gobierno estadunidense impuso nuevas restricciones para viajeros en varios aeropuertos, incluyendo Nueva York, Chicago y Los Ángeles, donde los recién llegados tuvieron que esperan en espacios atestados hasta por siete horas. En vez de restricciones fronterizas improvisadas que no aportan beneficio alguno, lo que realmente hace falta es cooperación internacional y claridad en la información. La única certeza es que en un mundo hiperconectado los virus no tienen en cuenta las fronteras. Como señala Byung-Chul Han: el cierre de fronteras indica la soberanía de la desesperación.

Cuando comienzan las señales de la epidemia, la gente tiende a creer en disparates y supersticiones, pero a medida que la realidad de la emergencia de salud se materializa a nuestro alrededor, la gente busca la seguridad que promete la medicina. Durante los últimos años, los políticos populistas se han dedicado a ridiculizar a los expertos y a denunciar el conocimiento científico para en cambio dar relevancia a las intuiciones y las corazonadas. La aterradora posibilidad de morir de asfixia con los pulmones inundados de mucosidad resulta una excelente motivación para recuperar la confianza en la ciencia.

"Es claro que las autoridades locales en Wuhan ocultaron la magnitud de la epidemia; mintieron y desinformaron en un intento de evadir la responsabilidad".

4. MIENTRAS LOS EPIDEMIÓLOGOS buscan los orígenes y vectores del contagio, en los medios y la cultura popular hay una obsesión por encontrar al responsable de la enfermedad, al primer paciente documentado en una epidemia, el caso índice o paciente O, que por maldad o estupidez desató la calamidad en la masa. Crear a un villano capaz de contaminar a una comunidad es útil en términos narrativos y para dar sentido a una catástrofe inmensa, provocada por una entidad microscópica que no está realmente viva y carece de voluntad, pero sin duda es inútil para entender la verdadera naturaleza de una epidemia. Uno de los primeros recuentos populares modernos en que se responsabilizaba a una persona de una epidemia fue el de Typhoid Mary, quien se volvió sinónimo del portador irresponsable. La historia de la inmigrante irlandesa Mary Mallon, acusada de infectar deliberadamente a familias neoyorquinas para las que trabajaba como cocinera, es otro reflejo del clasismo y nativismo que fue usado con el fin de segregar a los inmigrantes.

Curiosamente, el uso del término paciente O se debe a un error: en un estudio de 1984 sobre el SIDA, los Centros para el Control de Enfermedades (CDC) denominaron al primer caso como paciente O (la letra o y no el número cero) por su origen geográfico: Patient Out of California. En el caso del SIDA, durante años se creyó que Gaëtan Dugas, un sobrecargo canadiense, había sido responsable de toda la contaminación del VIH en Norteamérica, del cual supuestamente se contagió en Haití o Europa. De acuerdo con el periodista Randy Shilts en su exitoso libro de 1987, And the Band Played On, sabiendo que estaba enfermo Dugas tuvo relaciones sexuales con alrededor de 250 personas por año, y  llegó a decirles a algunos: “Estoy enfermo del cáncer gay. Voy a morir y tú también”. Dugas falleció en 1984 y esta historia dejó de considerarse cierta cuando una investigación publicada en 2016 demostró que el SIDA llegó a Estados Unidos vía el Caribe, mucho antes de que Dugas se contagiara, probablemente en 1971.

El primer caso de coronavirus aparece el 17 de noviembre de 2019. Se trata de una persona de 55 años de la ciudad de Wuhan, en la provincia Hubei: una “neumonía de causa desconocida” que se reveló hasta el 30 de diciembre. La mayor parte de los primeros casos están relacionados con el mercado de animales de Huanan,  donde una variedad de especies tienen estrecho contacto y conviven en pobre higiene en espacios confinados. Al parecer el virus está relacionado con los murciélagos, como otras enfermedades similares, pero quizá se transmitió a los humanos vía el pangolín.

Es claro que las autoridades locales en Wuhan ocultaron la magnitud de la epidemia; mintieron y desinformaron en un intento por evadir la responsabilidad. El ejemplo más escandaloso fue que quisieron silenciar al doctor Li Wenliang, quien desde el 30 de diciembre pasado trató de prevenir a sus colegas en otras partes del mundo sobre la epidemia. Por esto fue acusado de difundir rumores falsos y perturbar severamente el orden. El 30 de enero fue diagnosticado como infectado de coronavirus y murió el 7 de febrero. El 11 de marzo, mientras yo volaba de regreso a Brooklyn, la Organización Mundial de la Salud declaró que estábamos en una pandemia. Enseguida comenzaron a correr rumores de que el coronavirus comenzó en una persona había comido una sopa de murciélago y no faltó quien posteara absurdos videos en YouTube mostrando el fatídico instante de la infección.

China desperdició siete semanas en las que pudo movilizarse, hasta el 23 de enero, cuando aplicó medidas draconianas de aislamiento a unos cincuenta millones de habitantes. Sin embargo, antes habían permitido grandes concentraciones de gente y anunciaron la cuarentena ocho horas antes de ejecutarla, con lo que alrededor de cinco millones de personas salieron de la ciudad propagando la epidemia a otras regiones. China envió a 40 mil médicos a Wuhan, lanzó una intensa campaña propagandística, enroló a cientos de miles de voluntarios, construyó docenas de hospitales y ejerció un severo control de la población por medio de sus teléfonos celulares y cámaras de vigilancia. En principio, esta estrategia dio buenos resultados ya que aparentemente los nuevos contagios en China se detuvieron desde mediados de marzo. Hoy las democracias occidentales se preguntan cómo imitar los métodos de gobierno de Beijing, Corea del Sur, Singapur y Taiwán sin enajenar a sus poblaciones. Al mismo tiempo que buena parte del mundo culpa a China de haber desatado la pandemia por negligencia, el régimen de Xi Jinping trata de mostrar superioridad moral, política y tecnológica al asumir el liderazgo en la lucha contra la enfermedad, al distribuir equipo médico y asesoría a otros países.

Históricamente, China ha sido señalada como el origen de varias epidemias, incluyendo la peste negra que a mediados del siglo XIV asoló Europa. Sin embargo es muy probable que ésta haya surgido en Asia central y de ahí se haya extendido tanto al oriente como al occidente. En 1894 la peste bubónica, que está relacionada con la peste negra, apareció en la provincia de Yunan, se extendió a Hong Kong y de ahí a la India y numerosos puertos en todo el mundo, arrastrando a su paso una profunda desconfianza y desprecio por los chinos que se manifestó en políticas racistas. Siguiendo esa vieja tradición, Trump insiste en llamar al Covid-19 el virus chino (después de llamarlo virus extranjero), como si las enfermedades tuvieran determinada etnicidad y sin entender las posibles repercusiones que implica contra la comunidad estadunidense de origen chino y del este asiático en general.

[caption id="attachment_1130031" align="aligncenter" width="618"] Fuente: nypost.com[/caption]

5. TRUMP LLEGÓ AL PODER con un programa político nacionalista y xenofóbico que encontró millones de seguidores apasionados que lo vieron como el líder que los regresaría a un pasado idílico de grandeza. Desde que el empresario con cinco bancarrotas tomó el poder, la bolsa de valores venía subiendo con la inercia de ocho años del gobierno de Obama. Los mercados bursátiles respondieron positivamente a sus políticas de incentivos fiscales para las clases altas y sus políticas de desregulación masiva. Muy probablemente hubiera llegado a buscar la reelección en noviembre de 2020 con un nivel bajísimo de desempleo y la economía cabalgando sobre la salud de Wall Street. Sin embargo, el virus que Trump denunció como una estafa más de los demócratas y como algo que desaparecería mágicamente, evaporó en un par de semanas todas las ganancias del mercado de valores desde su toma de posesión. El presidente no pudo seguir ignorando la epidemia cuando la bolsa se desplomó, anunciando una casi inevitable recesión de consecuencias planetarias catastróficas. Por si hiciera falta un epígrafe decisivo de la presidencia de Trump, quedará en la memoria su frase “No me responsabilizo de nada”, dicha en una conferencia de prensa cuando le preguntaron si él tenía alguna culpa de la situación.

En 2018, el gobierno de Trump despidió a su equipo de seguridad internacional e impuso recortes de hasta 80 % en el presupuesto de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés) en su labor de combatir enfermedades infecciosas en el mundo. Esto dejó al país y al mundo en situación vulnerable; dado que el gobierno de Trump rechazó las pruebas para coronavirus de la OMS, el país quedó por semanas sin medios para detectar la presencia del virus (las primeras pruebas elaboradas por los CDC tenían un defecto de diseño). Al despedir a sus expertos en pandemias Trump pensó, con su mentalidad de usurero, en ahorrar, confiado en que podía volverlos “a contratar muy muy rápido si hacen falta”. El tratamiento de las pandemias es siempre reactivo, y como dijo alguien, tratar de enfrentar esta crisis sin un equipo de expertos establecido con numerosos protocolos probados es como si una vez que se tiene un incendio se decidiera crear un departamento de bomberos.

Hoy, mientras el número de infecciones aumenta exponencialmente y Nueva York se convierte en el epicentro de la pandemia en Estados Unidos, un sistema de salud privado, concebido para generar enormes beneficios económicos a las aseguradoras, farmacéuticas y corporaciones, no parece adecuado para responder a la crisis y revela la catástrofe que es no tener un sistema de salud público. La producción de insumos médicos básicos tampoco es suficiente, hay carestía de máscaras, lentes, guantes y respiradores artificiales. Hasta ahora los países que han tenido mejores resultados con la contención de la epidemia han actuado a partir de una coordinación centralizada. El compromiso debe ser homogéneo en todos los niveles, no puede dejarse al criterio de cada comunidad elegir qué medidas quiere o no quiere aplicar.

Resulta una ironía gigantesca que una pandemia sin precedente en el mundo moderno aparezca en una época de nacionalismos enfebrecidos, de America First y de regímenes xenófobos que de pronto descubren que no hay supervivencia en el aislamiento y dependen de otras naciones para su salvación. Asimismo, décadas de neoliberalismo, de recortes a programas sociales y de embates en contra de los servicios de salud públicos demuestran que han dañado de manera devastadora los sistemas y el potencial de respuesta de los estados. El desprecio de Trump y sus aliados a la OMS y otras organizaciones internacionales de las que depende la recuperación del mundo ahora muestra sus consecuencias. La lógica misma de los mercados es un obstáculo para la supervivencia y debe ser contrarrestada con acciones tajantes, como impedir que se lucre con insumos necesarios para tratamiento y salvaguarda de la población.

En medio del caos, Trump ha intentado disfrazar sus políticas nativistas y xenofóbicas como si se tratara de acciones en favor de la salud pública, ya sea la construcción de un muro en la frontera con México, la prohibición contra los musulmanes, el aumento en las deportaciones, el rechazo a peticiones de asilo y el bloqueo contra China. Pero una pandemia pone en evidencia que si una nación enferma, todas las demás corren el riesgo de contagiarse, y que la salud de cualquier comunidad es tan frágil como la condición de los más desprotegidos.

"El tiempo se expande e impone una larguísima pausa, mientras la geografía se encoge en la ilusión de proximidad que ofrece la red y en el impedimento de atravesar el umbral de la puerta".

Vivir una pandemia real, que prácticamente en todo el mundo produce las mismas ansiedades y temores, donde las calles están desiertas, la economía paralizada y casi no hay aviones en el cielo, es una oportunidad sin precedente de redescubrir la empatía por las naciones destruidas por las guerras, los bloqueos económicos y los desastres naturales.

Éste es un momento en que las compras de pánico ponen en riesgo hasta las cadenas de suministro más robustas de las naciones ricas. Es asomarse al fin de la supremacía de nuestra especie. Es ver contraerse al mundo, volverse incómodamente diminuto y al mismo tiempo amargamente remoto, vasto e inalcanzable. Asimismo, la pandemia descompone el flujo lineal del tiempo y ofrece la sensación de observar al futuro y al pasado a la vez: nuestro destino puede estar en las catástrofes de Wuhan e Italia (donde las muertes representan casi el 10 % de los casos confirmados), mientras que el pasado está aún en África y América Central, donde la epidemia apenas comienza o aún no se ha desatado. En una era en que nos hemos acostumbrado a la inmediatez, a la satisfacción automática de nuestros deseos y curiosidades, el tiempo se expande e impone una larguísima pausa, mientras la geografía se encoge en la ilusión de proximidad que ofrece la red y en el impedimento de atravesar el umbral de la puerta. Nada detiene al tiempo con más contundencia que la inamovible necesidad del periodo de experimentación que requiere una vacuna.

Cuando aterricé en Nueva York tras un breve vuelo, el planeta había cambiado para siempre. Esta crisis pasará, pero si hay algo seguro es que no volveremos a ese mundo que perdimos antes del Covid-19. Y eso no es del todo negativo. Al salir de la cuarentena tan sólo habrá dos opciones: aceptar la doctrina de conmoción que tratarán de imponernos los gobiernos y los oligarcas o luchar por crear nosotros mismos un nuevo orden mundial.