La relojería poética de Carmen Villoro

La relojería poética de Carmen Villoro
Por:
  • blanca pulido

Cuatro secciones —“Exteriores”, “Fronteras”, “Emplazamientos” e “Interiores”— configuran El habitante, de Carmen Villoro. Publicado en 1997 en un pequeño volumen de Ediciones Cal y Arena, esta nueva edición de Editorial Paraíso Perdido es como su hermana grande por varias razones, entre ellas, el regalo de 16 estupendas fotografías de José Luis Sánchez que, al ilustrar fragmentos del libro, construyen un discurso gráfico que lo enriquece.

Entre la poesía y la crónica subjetiva, la narración y el apunte filosófico, nadie podría definir con certeza a qué género pertenecen estas páginas: lo importante es lo que transmiten, lo que nos cuentan. Su hilo conductor, cercano a lo narrativo, es una mirada cargada de asombro, donde habita una poesía flexible, híbrida y jubilosa, nostálgica y lúdica.

Si algo distingue El habitante de otros libros de Carmen Villoro, me parece, es el trabajo con la memoria, incluso el de las memorias atesoradas desde la infancia, y la recuperación del recuerdo, pero un recuerdo creado a través de los poemas, dentro de ellos o mediante ellos, diríamos.

SOMOS UNO Y TODOS

En la solapa de En un lugar geométrico, también firmado por Villoro, se lee: “Carmen busca suscitar [...] pero al mismo tiempo crear en las palabras esa experiencia a la vez propia y de todos”. De ese modo, aquí las vivencias de la autora aparecen transformadas en poemas que parecen cuentos que parecen crónicas pero son profundamente poemas. Mezcla la ficción, la invención y la ironía; posee una imaginación tan viva que nos transporta a esa infancia y adolescencia de la que nacen muchos poemas de El habitante. Es el caso de “Alcantarillas”, donde la visión-adivinación de lo que yace en capas subterráneas de la ciudad se transforma casi en pesadilla:

Alcantarillas. Puertas cifradas. Vestigios de armaduras medievales. [...] Párpados abiertos al sueño alterado de la urbe. Instantes que ceden a la visión de su propia oscuridad como los ojos de un ciego. [...] Largos y agudos vasos que nos nutren con el tiempo de los muertos.

¿Cuáles son los temas del libro? Claros y a la vez llenos de símbolos, los poemas de “Exteriores” hablan de sitios urbanos como calles y avenidas; los de “Fronteras” abordan transportes, lugares siempre en tránsito, como trenes y escaleras; los de “Emplazamientos” se refieren a espacios clave que cifran memorias (cines, teatros, museos) y, por último, a la sección “Interiores” corresponden poemas sobre nuestra vida secreta, la de puertas adentro.

Muchos poemas del libro se construyen mediante imágenes, a través de las cuales Carmen habla de parajes vistos sin la presencia humana, pero a la vez dibujados con tintes íntimos, lo que construye una paradoja magnífica: esa intimidad que sentimos descrita en los poemas, creada en ellos, a la vez nos liga con los demás. Lo particular llevado a la luz se vuelve de todos, sin dejar por eso de hablar de una manera distinta a cada quien. Son ésas las magias propias de El habitante.

He aquí algunas de esas imágenes: las plazas se divierten los domingos, los edificios en obra negra nos permiten “acceder a la intimidad de lo inorgánico”, los rascacielos dan “la impresión de ser insectos en las grietas de la piel de un enorme animal palpitante” —metáfora maravillosa de cualquier gran ciudad.

Además, la autora hace que pensemos en esos sitios como si aparecieran ante nosotros por primera vez, ya que no se trata de descripciones sino de re-invenciones hechas por una mirada que nos descubre algo que no habíamos visto, ni pensado.

Lo que nos rodea es casi invisible pues rara vez nos detenemos en ello: tomamos esas realidades como si siempre hubieran estado ahí y nos volvemos ciegos a su misterio, a su realidad profunda. En el poema “Departamentos” se lee:

Entre cuatro paredes nos perdemos, somos el propio océano, buscamos el horizonte en la inmensidad de la memoria. El viaje al interior es infinito, y el infinito anhelo humea en las lejanas azoteas y se confunde luego con las nubes.

Este fragmento ofrece una pequeña muestra de la relojería poética con la que opera la

autora: mezcla lo material con lo inmaterial, lo cercano con el infinito.

Pausas y silencios son también parte del libro. En esta segunda edición pasó de un pequeño formato, donde los textos estaban unos junto a otros, en apretada concurrencia, a constituir un objeto hermoso, con bella tipografía y grandes blancos que nos permiten hacer las necesarias pausas entre poemas. Es como si el libro hubiera llegado a su más adecuada forma de existir. A su emplazamiento más propicio. El espacio entre los textos los ayuda a existir, y quien lee aprecia mejor las operaciones de ingeniería verbal que realizan los poemas, donde en apariencia todo es sencillo, con la difícil sencillez de la escritura que da en el blanco.

Es un placer perderse en las calles de este libro, en sus laberintos, en el ladrido de sus perros, en sus recuerdos vivos en medio de calles, parques, cines, lámparas de buró, tan sólo en apariencia inanimados: son los verdaderos protagonistas.

LAMENTO DEL HABITANTE

Y el libro es también un lamento y una elegía: una celebración de los ritos que nos mantienen unidos, los lugares que nos confieren identidad. Al final de “La ciudad”, primer texto del libro, figura esta premonición:

Cuando una ciudad cambia, violenta nuestro recuerdo. [...] La demolición de ciertos edificios derriba no solamente muros sino partes de nuestra identidad. Tenemos la sensación, entonces, de que alguien atenta contra la intimidad. Algo muy personal y profundo se agrieta con la pérdida de los sitios que alguna vez habitamos.

Entre el habitante y la desmemoria al acecho se alzan estos poemas. En ellos podemos sacar a pasear recuerdos a través de esquinas, aparadores y escaleras donde vive la poesía y el encuentro plural que nos regala.