Nota a la edición: Una novela recobrada

Cumplía apenas 21 años y no tomaba aún la decisión de consagrarse a la escritura, pero ya en 1995 dejaba huella con su primera novela: Bajar es lo peor. En ella, Mariana Enriquez perfila sus registros fantásticos en el entorno urbano, así como la vida crápula de la juventud argentina de la época. La autora comenta aquí su opera prima, cuya reedición debe llegar a librerías en la segunda mitad de marzo. Expresamos nuestro gratitud al sello Anagrama por compartir esta primicia con los lectores de El Cultural.

Mariana  Enriquez (1973).
Mariana Enriquez (1973).Fuente: anagrama-ed.es
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Tengo muy mala memoria. Cuando me preguntan en qué empecé a escribir Bajar es lo peor, generalmente miento porque no me acuerdo. Creo que estaba en el último año de la secundaria. Sé que escribí la novela a máquina, pero no recuerdo la marca del artefacto —era pesado y duro, las teclas me rompían las uñas— y tampoco sé dónde está ahora: no soy fetichista, no sé en qué mudanza se perdió o si todavía está en la casa de mis padres.

Escribí la novela de noche, de eso me acuerdo, y tardé bastante en terminarla, algunos años. También recuerdo, perfectamente, por qué la escribí. Los dos protagonistas de la novela, Narval y Facundo, vivían en mi cabeza y tenía que desalojarlos porque no me dejaban lugar. Constantemente pensaba en ellos, eran un concentrado de mis obsesiones adolescentes, que son muy parecidas a mis obsesiones actuales: el vampirismo, el sexo entre hombres, la turbia belleza baudeleriana, la belleza injuriada de Rimbaud, la literatura fantástica y de horror, los subterráneos, los demonios, River Phoenix y Keanu Reeves, Lestat y Louis. Bajar es lo peor fue una especie de reescritura de Mi mundo privado y Entrevista con el vampiro pero ubicada en Buenos Aires.

Yo no vivía en Buenos Aires cuando escribí la novela, vivía en La Plata. Iba a Capital los fines de semana. A Bolivia, a Cemento —antros de rock y alcohol célebres en la época—, a fiestas en los barrios de La Boca y Parque Chacabu-co, a recitales. Esperaba durmiendo en el suelo de la estación Once, con la cabeza sobre la mochila, el bus que me llevara de vuelta a La Plata, de madrugada. Las noches que no podía viajar —porque no tenía dinero o porque había otro plan— caminaba por La Plata, los alrededores de la catedral incompleta, los misterios de plaza Moreno y el teatro Princesa; jugaba a la ouija y quería aprender a tirar el tarot. Tomaba cocaína noches enteras, tomaba ácido y licor de mandarina en la plaza Paso, la más cercana a mi casa. De esas noches gastadas y tóxicas de principios de los años noventa también está hecha la novela. Una mezcla de romanticismo y vagabundeo: la adolescencia.

Bajar es lo peor fue, durante mucho tiempo, el único de mis libros por el que recibí cartas de fans, muchas y muy febriles; todas de chicas que me contaban sus vidas, sus excesos

Bajar es lo peor fue leída —en unas pocas reseñas— como una novela de realismo sucio. Con los años, algunos críticos, como el también escritor Elvio Gandolfo, escribieron que tenía elementos de terror moderno. Para mí siempre fue una novela fantástica con noche y drogas. Con el romanticismo de Cumbres borrascosas y la geografía del sur de la ciudad, porque la conocía y, sobre todo, porque por ahí transitan Martín y Alejandra en Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sabato, mi novela favorita en esa época (Facundo tiene algo de Alejandra y el trío que acecha a Narval es un poco la Secta de los Ciegos).

Bajar es lo peor fue, durante mucho tiempo, el único de mis libros por el que recibí cartas de fans, muchas y muy febriles; todas de chicas que me contaban sus vidas, sus excesos, el amor desesperado por alguien o directamente por Facundo, el chico que armé con retazos de Ian Astbury, Nick Cave y Charlie Sexton —sobre todo, de Astbury—, la combinación que yo juzgaba alquimia de la hermosura y la crueldad. A muchas de esas chicas tuve que decirles que Facundo no existía y se enojaron.

Una llegó a venir al lugar donde todavía trabajo, el diario Página 12, a exigirme que le marcara dónde quedaban las casas de los protagonistas, cuál era el lugar exacto del departamento donde Narval se despertaba frente al Riachuelo, dónde quedaba la casa en la que había crecido Facundo. Le dije que ninguna casa existía, que había ca-sas que me habían inspirado, sí, pero en La Plata. La chica se ofuscó. No me creyó. Después, trajo a su exnovia, que era mi “fan”. Estaban peleadas. La primera chica, la exigente, quería recu-perar a la novia haciéndole un regalo. Ese regalo era yo, la autora de su libro favorito. Las tres tuvimos una conversación muy larga e incómoda en un bar. Días después, la primera chica volvió, sola —el regalo no había arreglado la situación—, me contó que su novia la amaba, pero que los padres y su clase social no la dejaban ser lesbiana, me dejó un libro de poemas y se fue. Nunca más las vi ni supe de ellas.

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Quise acercarme a varias de las chicas que me escribieron. Ninguna quiso, que yo recuerde, concretar un encuentro, salvo dos. Una trabajaba en medios y la otra terminó filmando la película Bajar es lo peor, que no se estrenó comercialmente.

Todavía recibo algún mensaje sobre Bajar es lo peor o me encuentro con alguien que me habla de la novela. A veces son hombres de mi edad, gays. Hace poco, uno me confesó que, durante sus años más callejeros —hace casi dos décadas—, se hacía llamar Val. Por Narval.

En 2019, Nuestra parte de noche ganó el Premio Herralde. Pocos meses después, la pandemia se desató en el mundo y todos quedamos incomunicados. Sin embargo, esa novela larga y oscura de alguna manera me llevó al principio: volví a recibir mensajes de fans entusiastas, las redes permitieron ver el fan art o los trabajos plásticos o audiovisuales que los lectores hacían y primero tímidamente y luego con entusiasmo los publiqué (los publico, siguen llegando) en Instagram.

La gente me habla de Juan y Gaspar como me hablaba de Narval y Facundo, aunque en Nuestra parte de noche son padre e hijo, no amantes. Me refiero a esa línea tan fina sobre la que caminan los personajes cuando casi se hacen reales. Fue muy extraño y muy grato pasar estos años inesperados en compañía de esos fantasmas que se parecen tanto, de alguna manera, a aquellos que me visitaron en los años noventa. Vuelvo, entonces, a aquella épica. Repito que no me acuerdo demasiado. Algunos retazos: trabajar en la edición con Juan Forn en una oficina de Planeta, en la avenida Independencia. Su muerte en 2021 me dejó una especie rara de orfandad: fue el primero en leerme, corregirme y explicarme técnicas cuando yo ni siquiera sabía si quería dedicarme a escribir. Hacía años que apenas nos veíamos y que nos mandábamos mails esporádicos. El último que me envió, y sé que es un poco tétrico pero me parece hermoso, es la imagen de un fantasma japonés mujer, una yũrei, con el pelo negro suelto y flotante, sin pies. Después de Forn, nunca asistí a un taller literario, ni quise estudiar escritura creativa. Algo en la experiencia fue suficiente. Otras cosas de aquellos años. Irme a Mar del Plata, una localidad de la costa argentina, a corregir el libro; ir a la tele a hablar con presentadores algo bizarros y aparecer en talk shows hablando de por qué los jóvenes son violentos (esa era la consigna de la tarde); que me presentaran a escritores que yo no conocía y jamás había leído; que en la radio el libro se promocionara con la frase “la escritora más joven de Argentina”.

Yo tenía veintiún años. No conocía a ningún escritor profesional ni había escritores en mi familia, no había asistido a ningún taller literario ni estudiaba Letras. No era mi ambición, tampoco, escribir novelas. Tenía que contar la historia de los personajes que me hablaban y tenía que escribir mis obsesiones porque era una necesidad física.

No quiero retocar ninguno de esos problemas cándidos [...] Además, me parece mal corregir los libros viejos: le pertenecen a su tiempo. Y le pertenecen al autor cuando
era más joven, que es una persona diferente

Me tomó diez años publicar un libro después de Bajar es lo peor. En ese tiempo, escribí otra novela, que fracasó y fue destruida (era horrible). El fracaso no me espantó. Al escribir esa novela mala, me di cuenta de que quería ha-cer esto para siempre, escribir cuentos y novelas, que era la mejor forma de —no encuentro otra palabra— “desagotar” a mis ocupantes mentales.

No releí Bajar es lo peor para esta reedición. No quiero corregirle nada; tampoco quiero recordar lo que no recuerdo de la trama o de los personajes ni reencontrarme con errores que, ya sé, son obvios; como las escenas de sexo, que tienen muy poco realismo y mucha fantasía, pero son fieles a lo que me erotizaba en ese momento, antes de ver pornografía, antes de que mis amigos gays tuvieran la experiencia suficiente para describirme ciertas dinámicas, antes de que yo misma experimentara lo suficiente. No quiero retocar ninguno de esos problemas cándidos. Me gusta esta novela. Me gustó escribirla.

Ya borré de mi memoria a la mayoría de los personajes. Nunca volví a escribir sobre Narval, Facundo o Carolina y no quiero hacerlo, ni siquiera en una corrección. Además, me parece mal corregir los libros viejos: le pertenecen a su tiempo. Y le pertenecen al autor cuando era más joven, que es una persona diferente.

Durante muchos años, viejos “fans”, lectores y amigos me preguntaron por qué no se conseguía Bajar es lo peor. “Porque nadie me la pide para reeditarla”, contestaba yo. Finalmente me la pidieron: primero en Argentina y ahora en Barcelona y acá está, intacta. Un amigo me dijo hace poco: “Ahora escribís mucho mejor, pero Bajar es lo peor tenía una fuerza distinta...” Es un elogio extraño, ambiguo, pero a lo mejor es un elogio justo.