Once Upon a Time in Towers

EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

Once Upon a Time in Towers
Once Upon a Time in TowersFoto: freepik.es
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Regresar a casa después de un largo viaje siempre es un volado. A veces las cosas están en su sitio. Otras todo es un desmadre.

El refrigerador apestaba horrible. Se habían podrido unas calabazas con queso que me había regalado una admiradora secreta. Una tarde tocaron a mi puerta y cuando abrí sólo encontré un contenedor de unicel con una nota y las calabazas, riquísimas, por cierto. (Admiradora, si estás leyendo esto, por favor móchate y refiléame el monchis).

Las calabazas se echaron a perder porque algún maldoso bajó el suich de mi depa. Siempre que los gritos de cualquier vecino que esté cogiendo son demasiado escandalosos se acostumbra bajarle el suich en venganza. El ofendido debió equivocarse, yo duré dos semanas fuera, pero el mal estaba hecho. Tenía que redactar un texto con urgencia por solicitud de los mandamases de este suplemento, pero en su lugar me puse a lavar el refrigerador. Saqué frascos de mostaza cuya caducidad había vencido durante el mundial del pulpo Paul.

Por fortuna terminé a tiempo para recoger a mi hija en la escuela. Desde que se subió al coche comenzó a quejarse de ardor de garganta. Pensé que era algo pasajero, pero cuando se durmió a las seis de la tarde temí lo peor. Mientras mi hija dormía hice una cita con la otorrino. Antes de la típica reacción histérica de hacerle la prueba del Covid-19 preferí que la revisaran. La consulta quedó para el día siguiente a las diez de la mañana. Aproveché entonces para hacer más pendientes. Uno impostergable era entregarle a una ex las llaves de su depa. Le había prometido hacerlo apenas pusiera un pie en Old Town. Me trepé a la bici y me lancé a cumplir con la diligencia.

Entregué las llaves y emprendí el camino de regreso. Mientras avanzaba por la calle Madrid sentí el crujir de unas ramas bajo la rueda delantera. Metros adelante me percaté de que se había ponchado. Me bajé de la bicla y comencé a caminar por la orilla de la calle. A la primera cuadra me aburrí. A ese paso llegaría a casa en una hora. Me eché la bici sobre el hombro derecho y continué. Otra calle más adelante un motociclista se detuvo y me preguntó a dónde iba. Al centro, le respondí. Súbete, me dijo y con la bici en el hombro hicimos todo el trayecto hasta que me depositó en la puerta de mi edificio.

Me puso los electrodos, me masajeó y me ensartó. Pero me levanté por mí mismo

Esa noche dormí muy mal. La posibilidad de que mi hija tuviera Covid-19 me causaba un enorme desasosiego. Por lo que implicaba. Notificar a la escuela, a mi madre, a todas las personas con las que tuvo contacto. A las diez la otorrino me dijo que era candidata a la prueba. Por la sintomatología. Pero la posibilidad era remota. Sin embargo, más valía descartar. Fue un pedo encontrar un lugar dónde hicieran el hisopado. Ya no es tan común como hace unos meses. Después de media hora de dar vueltas en el carro y llamar a cuanta farmacia y clínica se nos ocurriera encontramos un sitio donde le practicaron el test. Negativo. Era una pinchi rinitis estacionaria.

Ahora sí, me dije, a brillar sobre el teclado. Pero antes me paré a comprar dos tortillones de bistek ranchero. Apenas llegamos a casa ya no me pude mover. Ni bajar del carro. Tenía la parte derecha de la espalda toda contracturada. Le llamé a mi fisio de confianza para saber si estaba en el consultorio. Jálate, me dijo. Dejé a mi hija con los tortillones y me fui. El fisio me ayudó a bajarme del carro. Qué te pasó, me dijo todo sorprendido. Le conté que una llanta se había ponchado y que me eché la bici al hombro. Ah, cómo eres güey, me regañó. Pa qué la cargas. Le hubieras hablado a un uber. La neta es que no pesaba mucho, jamás calculé que me madrearía tanto.

Qué me vas a hacer, le pregunté. Ya sabes, respondió con indulgencia. ¿Me vas a picar?, me espanté. Si quieres que se te quite en este momento es la única opción, con terapia vas a tardar cuatro días. Me urgía recuperar la movilidad, así que accedí a la punción seca. La técnica consiste en encajarte una aguja que te provoca espasmos musculares. Pero duele más que un recibo de la luz de ocho mil lanas. Me puso los electrodos, me masajeó y me ensartó. Pero me levanté por mí mismo y pude agacharme sin problema. Estaba adoloridísimo, pero no por la contractura, ahora era por los piquetes. Me subí al carro y me fui.

No habían pasado ni veinticuatro horas de que había llegado a Towers. Entré a la casa y comencé a hacer mi maleta. Saqué los trapos sucios y los sustituí por ropa limpia. Qué haces, me preguntó mi hija. Me regreso a la CDMX, le dije.