Las partículas de la verdad

La historia universal está plagada de circunstancias que, al ser analizadas bajo el lente de aumento,
provocan una vergüenza inexcusable. A una de ellas se acerca el francés Éric Vuillard
en su libro más reciente, El orden del día: el autoengaño practicado por quienes condescendieron
con Adolf Hitler mientras éste decidía y luego llevaba a cabo la anexión de Austria. En el registro
figuran algunos jerarcas del poder político en el Reino Unido, cuya tolerancia los convirtió en cómplices. 

El orden del día
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“La verdad está dispersa en toda clase de partículas”, escribe Éric Vuillard en algún momento de su libro. Y en efecto. Ésa parece ser la convicción y el hilo conductor que recorren su documentada e imaginativa narración. No asomarse a los acontecimientos icónicos de la historia, a las estampas consagradas por los relatos oficiales ni a los hechos que han sido más visibles y conocidos. No. Voltear a ver aquello que se produjo en la sombra, lo que pareció no tener importancia, lo que fue borrado por los momentos espectaculares o “definitivos” de las historias.

Vuillard elabora un recorrido por los rincones no suficientemente iluminados de un pasado que no debe borrarse. Una recuperación del ayer realizada con el cuidado que se aplica a una filigrana y la agudeza de quien sabe que “el teatro de la historia” tiene demasiados entretelones. Se trata de recrear la vileza de una época y unos personajes que por desgracia marcaron al mundo.

Son algunas “partículas” engarzadas que arrojan una luz esclarecedora sobre la anexión de Austria por parte de la Alemania nazi. Una historia previa a la Segunda Guerra Mundial, pero que en su trágica “resolución” ya contenía buena parte de los elementos que los nazis desplegarían después. Una historia de poder descarnado, anhelante, que no reconoce límites y, a través del chantaje y la fuerza, logra sus objetivos.

El relato inicia con una reunión secreta en el palacio del presidente del Parlamento. Veinticuatro hombres, todos dueños de grandes empresas, son recibidos por Hermann Göring (presidente del Reichstag) y Adolfo Hitler, el nuevo canciller. Göring promete acabar con la inestabilidad política si el partido nazi alcanza en las próximas elecciones la mayoría. Hitler es más enfático: “Había que acabar con un régimen débil, alejar la amenaza comunista, suprimir los sindicatos y permitir a cada patrono ser un Führer en su empresa”. Es una dulce música para los oídos de los caballeros. El pequeño detalle y por lo que fueron convocados es que para hacer campaña se requiere dinero y... por supuesto estuvieron dispuestos a hacer jugosas donaciones. El momento lo requería, dirían. Es el 20 de febrero de 1933.

Vuillard es inclemente con quienes engañados, o mejor dicho autoengañados, contemporizaron con los nazis. En noviembre de 1937, Lord Halifax, presidente del Consejo británico, fue invitado por Göring a título personal. Ya para entonces, dice Vuillard, el “comandante en jefe de la Luftwaffe” mostraba una “egomanía delirante”, resultaba un “tipo exaltado y truculento”, un “notorio antisemita”. “Debió de darle palmaditas en el hombro, y aun pitorrearse un poco del viejo Halifax”. Pero éste último contemporizó hasta darle a entender que las pretensiones alemanas sobre Austria y parte de Checos-lovaquia “no le parecían ilegítimas al gobierno de Su Majestad, siempre que todo se desarrollara en un clima de paz y de concierto”. No fue, dice el autor, “la pifia de un anciano atolondrado”. Fue “ceguera social, arrogancia”.

No van a caer en una ratonera, ya están en ellaa. Su independencia notiene futuro... Los nazis quieren incluso una invitación del gobierno que legitime su invasión

LO CENTRAL, SIN EMBARGO, es la decisión de Hitler de anexar Austria a Alemania. El 12 de febrero de 1938, el canciller Schuschnigg, un pequeño autócrata, tuvo una entrevista con el destino. Debió viajar a Baviera para escuchar las exigencias de Hitler. Y él, años después, ofreció su versión. Todo le resultó intimidante, porque el dictador bien sabía que el miedo ablanda y lo que quería de él era la firma de un nuevo acuerdo entre ambos países, que en síntesis abría las puertas para que los nazis empezaran a gobernar Austria mediante una serie de nombramientos y despidos del gobierno. No hay negociación, no hay diálogo, hay pretensiones, respaldadas en la fuerza, y eso es todo. Schuschnigg ve “la lenta agonía” de su mundo. Su defensa es que él no tiene facultades para firmar lo que se le pide, porque sólo el presidente de la República puede nombrar a los integrantes del gobierno. Gana, con ello, tres días para adherirse sin excusas. Austria está condenada.

El desenlace lo conocemos. Vuillard reconstruye los dilemas, vacilaciones, decisiones en el gobierno austriaco. Cómo cada cesión los debilita aún más. No van a caer en una ratonera, ya están en ella. Su independencia no tiene futuro. Es un asunto del pasado. Los nazis quieren incluso una invitación del gobierno que legitime su invasión. Aun sin ella, ésta tendrá lugar. Es la ley del más fuerte y punto. “Al cuerno el derecho, al cuerno las cartas magnas, las constituciones, los tratados, al cuerno las leyes, esas pequeñas escorias normativas y abstractas, generales e impersonales”. Lo único importante son los hechos consumados y la asimetría entre ambos países es tal que la conclusión no puede ser otra.

En el collar de partículas que recupera Vuillard hay episodios no sólo tristes sino extremadamente penosos. Chamberlain, primer ministro inglés, invita al embajador del Reich, Ribbentrop, a una cena de despedida en su casa, porque ha sido nombrado ministro de Asuntos Exteriores. Toda la noche el nuevo ministro se la pasa hablando de banalidades. Algo le informan a Chamberlain que lo pone nervioso, pero no se atreve, por cortesía, a terminar con la reunión. Mientras, Ribbentrop conti-núa con sus bufonadas como si nada pasara. Se va cuando quiere, mientras su anfitrión sufre de manera silencio-sa. Esa noche —mientras cenaban— los nazis invaden Austria.

Lo sabemos: el Anschluss (la anexión) se consuma. La “sensata” política de apaciguamiento continúa. El destino de los personajes es conocido. Y las empresas y los empresarios que financiaron la campaña de Hitler se fortalecieron a lo largo de la guerra utilizando mano de obra esclava (en el libro están sus nombres).

Nunca conoceremos toda la historia. Pero en efecto, en algunas de sus partículas palpita la verdad.

Éric Vuillard, El orden del día, traducción de Javier Albiñana, Tusquets, México, 2018.