Efraín Bartolomé

La poesía, quintaesencia de la vida

A cuatro décadas de su primer libro, Ojo de jaguar, el poeta chiapaneco Efraín Bartolomé publica
un nuevo título —para alcanzar una veintena— donde anuncia una suerte de testamento
o despedida. A través de esos años, Juan Domingo Argüelles ha sostenido conversaciones con el autor
en torno a su práctica literaria, que han dado paso a dos libros que las reúnen y actualizan.
Enseguida ambos añaden, a su vez, una suerte de epílogo provisional que completa este diálogo en profundidad.

Efraín Bartolomé (1950).
Efraín Bartolomé (1950).Foto: Guadalupe Belmontes Stringel
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Desde sus primeros libros (Ojo de jaguar, 1982; Ciudad bajo el relámpago, 1983; Música solar, 1984) hasta sumar ya una veintena, he sostenido con Efraín Bartolomé (Ocosingo, Chiapas, 1950), un diálogo sobre su poesía y con su poesía: con esa vida transfigurada y sublimada que, desde el libro inaugural, lo reveló como uno de los más originales poetas mexicanos.

Iniciamos este diálogo con el objetivo de saber las motivaciones y explorar la vocación de su autor; con el tiempo, sus respuestas se fueron convirtiendo en lecciones líricas para los nuevos poetas y ya no sólo para lectores de poesía.

La primera edición del Diálogo con la poesía de Efraín Bartolomé apareció en 1997 bajo el sello del Instituto Mexiquense de Cultura, en los Cuadernos de Malinalco, que dirigió Luis Mario Schneider. Dieciocho años después, la segunda edición aumentada vio la luz en la colección Letras, del Fondo Editorial Estado de México (Toluca, 2015), en la que destaca la perfección del oficio editorial del también poeta Félix Suárez.

A los tres libros ya mencionados, con los que inició su obra poética Efraín Bartolomé, hay que agregar, entre otros, los Cuadernos contra el ángel (1988), Música lunar (1991), Cantos para la joven concubina (1991), Corazón del monte (1995), Avellanas (1997), Partes un verso a la mitad y sangra (1997), Fogata con tres piedras (2006), El son y el viento (2011) y Cantando El Triunfo de las cosas terrestres (2011), con los que obtuvo los más prestigiosos reconocimientos literarios. Hay que mencionar también las múltiples reediciones, recopilaciones, traducciones y su inclusión en diversas antologías nacionales y extranjeras.

Ahora, a ese corpus poético que desde su libro inaugural asombró a poetas y lectores, el creador agrega Testamentum, publicado en los últimos días de 2021 (Universidad Autónoma de Querétaro, colección Libro Mayor), mientras disminuían los contagios y la letalidad de la pandemia por Covid-19. Como el título ya anticipa, es un libro de despedida, pero también de celebración, que rememora la existencia desde la infancia has-ta la vejez, y vuelve a cantar el triunfo de la poesía; un libro en cuyas páginas se sintetiza, en nueve cantos, la gratitud de lo vivido y el gozo (aun en el dolor) de lo escrito. A lo largo de cuatro décadas exactas, desde la publicación de Ojo de jaguar, Bartolomé reitera lo que afirmó al iniciar nuestro Diálogo: la función de la poesía es “mostrar a los humanos su dimensión divina, su pertenencia al todo” y, así, “hace que el hombre redescubra su alma o descubra que tiene una”.

No sé cómo vivan su jubilación los señores burócratas, que han trabajado para el Estado, pero yo espero morirme sintiendo, pensando, hablando y escribiendo poesía

Tal vez no sea el libro final en la obra de Efraín Bartolomé, el que cierre su pródiga obra, pero en el caso de que lo fuese cobra su máximo sentido al “dictar” sus “últimos deseos” tal como comenzó su poesía: con profunda intensidad lírica. Por ello, entiendo esta entrevista como un capítulo más del Diálogo con la poesía de Efraín Bartolomé. No sé si su epílogo o su colofón, pero sí el último capítulo... por ahora. Que así conste.

Todo testamento resulta previsor de la muerte (et in pulverem reverteris), es la última voluntad, pero tengo entendido que los poetas nunca se jubilan. Hay razón. 

No sé cómo vivan su jubilación los señores burócratas, que han trabajado para el Estado o para la iniciativa privada, pero yo espero morirme en la raya: sintiendo, pensando, hablando y escribiendo poesía. Que me encuentre la Virgen de las Vírgenes en ese estado de gracia: lleno de júbilo, ardiendo, tal como declaré, en su momento, que tal era mi oficio.

Un recuento y una celebración de la vida y la poesía es lo que contiene tu libro, y lo que dejas al lector. ¿Ya hiciste el aprendizaje que recomienda Montaigne para que la muerte, sin sobresaltos, te sorprenda cultivando las coles de tu jardín? 

No sé si aprendí lo suficiente, pero quiero que “la dulce paz que vierte” la Virgen antes nombrada me encuentre sembrando árboles o ajos o flores o cedros o caobas o ramones o baobabs. Ése es un oficio que se aprende practicando, caminando, gozando de la siembra y los altos misterios de la germinación de la planta, de su crecimiento, de la floración y de la fructificación. De todo el proceso, incluido el enterramiento de la semilla y la resurrección, que es la nueva multiplicación. Creo que ése es, también, el camino del aspirante a la poesía.

Por cierto, Montaigne habla del “jardín imperfecto”. ¿Has buscado la perfección en tu obra? 

Igual que en los jardines, la perfección no existe. O, cuando menos, no es alcanzable para los humanos. Eso lo sabe la razón, pero no ignoro que la ambición nos traiciona continuamente y ahí vamos, esforzándonos incansablemente en la búsqueda de lo imposible: la imagen perfecta, el ritmo perfecto, el verso perfecto, el poema perfecto, el libro perfecto... Son topes contra el muro de la realidad, porque hasta los libros sagrados de todas las culturas muestran, en muchos momentos, su imperfecta factura humana.

Dices: “Me retiro del mundo / Voy a nacer y ésta es mi despedida”. Entonces, crees en la posteridad... 

Creo en una posteridad que integra tus residuos, tu materia mineral, y te hace nacer en otras dimensiones: te integra inevitablemente a formas vegetales y animales y, por lo mismo, a otros seres humanos que se alimentarán de plantas y otros organismos vivos. En la memoria humana y en sus recuerdos sobre uno creo, francamente, menos, pero no deja de resultarme atractiva la idea de generar alguna emoción viva en un posible lector del futuro.

La poesía
La poesía

En Testamentum está el niño, el adolescente, el joven, el hombre maduro y el viejo, todo es recuerdo y recuento. ¿Cómo logras convertir en poesía la propia vida? 

La poesía, no tengo ninguna duda, es la quintaesencia de la vida; y cada autor individual arranca los poemas desde lo más hondo de su lira interior. Así lo dije alguna vez: se trata de hundir la punta afilada de tu lápiz hasta el fondo del corazón sombrío... y escribir con esa tinta lo que te quema el alma, lo que tengas que decir a tu prójimo.

¿Qué significó para ti dejar el pueblo, el paraíso, y llegar a la gran ciudad de las cloacas que algunas veces se ama y otras se odia? 

Primero fue un desgarramiento y luego un alto asombro ante los caminos de la vida. Descubrir la poesía de los otros y su capacidad de conmoción, me llevó a la desmesurada ambición de soñar con la posibilidad de escribirla. El sueño fue cuajando poco a poco y en esa aventura se va pasando la vida. El niño que nació en la selva sufrió la vida en la urbe, pero ésta lo formó y conformó su alma y su capacidad de amar. En libros como Ojo de jaguar y Ciudad bajo el relámpago mis versos registraron ese contraste.

La Edad de Oro, la infancia, ¿qué tan importante es para la poesía? 

Visto en retrospectiva creo que es medular. Ahí están los cimientos del edificio vital. Uno es la tierra en la que nace y las maravillas que vio con ojos niños. Las hondas alegrías que le regaló el mundo, así como los dolores que le tocó vivir. En mi caso, nacer en el paraíso no es sólo una alegoría, sino una viva realidad tangible. Si en todas las ideas de paraíso hay ríos, aves preciosas, vegetación y mariposas, eso es lo que viví en la infancia. Eso, y su pérdida, constituyen la carne y el hueso que generaron mi libro primero, Ojo de jaguar.

“Es hora de dictar mis últimos deseos”, escribes. Pero la muerte sólo es asunto de los vivos. Antes de que todo deje de importarte, ¿por qué es significativo para ti ese dictado?

Por jugarle una broma atrevida a la antes citada Virgen de las Vírgenes. Como bien sabemos después de Rubén Darío: “La virgen de las vírgenes es inviolable y pura. / Nadie su casto cuerpo tendrá en la alcoba obscura, / ni beberá en sus labios el grito de victoria, / ni arrancará a su frente las rosas de su gloria...”. Yo decidí asomarme y cruzar la puerta de la alcoba oscura. Me he permitido esa osadía y he logrado, así, vivir mi propio funeral. O, dicho en mexicano: me atreví a “vivir mi propio guateque cadavérico”. Esa frase la dijo El Capitán Gato, personificado por Sergio Jiménez, en la película Los caifanes.

Hablas de “la ansiedad indefinible de aquel que se despide”. ¿Es semejante al vago horror sagrado? Claro: es el vago horror sagrado que se experimenta cuando se entra en contacto con lo otro. 

Sabes que en la etapa final de tu existencia el paraíso ha cambiado, el asfalto lo invade todo. ¿Lo crees reversible o todo y todos acabaremos en ruinas? 

En medio de la irresponsabilidad generalizada veo a veces destellos de esperanza. Cuando se habla de miles de años, de decenas de miles, de cientos de miles, de millones de años, todo se vuelve abstruso e inimaginable desde la perspectiva humana. Pero si se piensa sólo en decenios y en siglos, la flor del optimismo se enciende en mi pecho y blanquea en mis ojos con frecuencia.

Cuando informé del libro recién aparecido dije que podía
ser el principio de una despedida. Pero agregué que al menos me deseaba, esperaba que fuese larga

Los vivos saben de los muertos, los muertos no saben nada de los vivos. Pero, como dijera Borges, “ni siquiera estamos seguros de que Dios no exista”. Entre Nietzsche y San Agustín o San Francisco, ¿existe la posibilidad que no sea un extremo?

Partamos de la premisa de que todo es Dios. Si todo es Dios, entonces puede resolverse el misterio y ver más claro en la penumbra. Como es obvio, las energías entran y salen de nosotros continuamente. Darnos cuenta de eso nos permite esta concepción: la energía entra en forma de comida, en forma de agua, de frutos excelentes, de libros, de palabras, de arte, de conocimiento, de amistad, de amor; y sale en forma de sudor, de orina, de excremento, de pelos y de uñas, de palabras tiernas o violentas, de actos de generosidad, de poemas, de acciones, etcétera. De modo que el individuo que soy no empieza ni acaba en mi piel. Así como tengo órganos internos —corazón, estómago, hígado, pulmones, huesos, nervios y sangre—, también tengo órganos externos sin los cuales no vivo, no podría vivir, literalmente: aire, agua, animales, árboles, personas. Saberme unido al todo es saberme parte de Dios, ya que partimos de la premisa de que todo es Dios. Se trata, desde luego, de una idea más compleja que la imagen de Dios que suelen tener las beatas de pueblo: la de un señor barbón e irascible que a veces se transforma en paloma.

“No vuelve nadie, nada. No retorna el polvo de oro de la vida”. Lo dice Jaime Sabines y antes lo dijeron los más antiguos poetas, pensadores y filósofos: el huérfano Jorge Manrique, entre ellos; Nezahualcóyotl, entre nosotros, y los grandes sabios orientales. ¿Pero está vivo el poeta en su poesía? ¿Podemos atrevernos a decirlo así?

Soy un fiel creyente de esas realidades: Machado está vivo, igual que lo están Darío y Quevedo y Homero y Baudelaire cuando los leo. La palabra poética, la quintaesencia de la vida, se preserva de ese modo. El cuerpo y sus bendiciones sensoriales, ni modo, son efímeros pero nuestro polvo tiene la cualidad de ser nutricio.

Desde los mitos sagrados grecorromanos y de otras culturas hasta el Eclesiastés, el cuerpo se hace polvo, pero no el espíritu. ¿Lo afirmarías?, ¿lo negarías? O, simplemente, pero ni más ni menos, ¿quién te quita lo cantado?

Lo afirmo, pero pensando que el espíritu tiene querencia en la palabra escrita, que siempre es más duradera que la memoria de nuestros congéneres. Y, claro, mientras afirmamos o negamos: ¿quién nos quita lo cantado, quién nos quita lo contado, lo acariciado, lo lamido, lo bailado, lo vivido, lo bebido, la memoria de los cuerpos amados, que siguen danzando desnudos en la artera memoria?

Vamos a suponer que pudieras llegar al centenario, ¿no te parece muy pronta la despedida?

Lo digo en el libro: escribí Testamentum en “tiempos de áspera incertidumbre”: la pandemia, la condición del país, el crimen desatado, que recibe abrazos de la incapacidad. Tal vez ése fue el clima que disparó los primeros versos y estos convocaron a los siguientes. Cuando informé del libro recién aparecido dije que podía ser el principio de una despedida. Pero agregué, previsor, que al menos me deseaba, esperaba que fuese larga. No sueño con el centenario, pero sí me dan ganas de llegar a algún año de la octava década. No obstante, estoy preparado desde hace mucho para seguir disfrutando del banquete con que la vida nos honra, antes de que su hermana venga por nosotros y ensaye el filo de su guadaña sobre el inerme cuello que, sin temor, un día le presentaremos, esperando con serenidad su golpe inevitable.