La satisfacción de ser un cretino

En la fila de un cajero, a una mujer se le cae una sombrilla. Nadie la levanta por ella. Luis Bugarini parte de esta anécdota, para cuestionar aquellos imperativos que privilegian la idea de comunidad. Con un tono irónico, indaga su satisfacción al decidir que no ofrecerá su ayuda; cuestiona las normas sociales y morales, sugiriendo que el placer también puede venir de acciones aparentemente egoístas. Además, examina el contexto sociocultural de hoy, caracterizado por la soledad que propician las nuevas formas tecnológicas.

Una persona tecleando su nip en un cajero.
Una persona tecleando su nip en un cajero.Foto: fanjianhua / freepik.com
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Días atrás, al hallarme en la fila para hacer un retiro del cajero automático, atestigüé cómo se le cayó la sombrilla a la mujer que yacía delante de mí. Iba con dos menores, inquietos y sagaces, que no se molestaron en ayudar. La mujer llevaba bolsas de compras llenas de verduras y otros insumos. Ni yo ni los de mi alrededor hicimos nada por levantar la sombrilla, y además de congratularme por no hacerlo, experimenté una indecible satisfacción por pasar de largo ante cualquier impulso de arrojarme a un acto de apariencia caballeresca. Ser un cretino, un rebelde, una persona irreflexiva…

I. INAUGURAR UNA FELICIDAD

Percibí su rostro de molestia al confirmar que nadie la ayudaría, incluidos los niños que la acompañaban, así como por la secuencia de actos para recoger la sombrilla. Recargó las bolsas sobre el muro, se ajustó los lentes sobre la nariz y se flexionó de manera resignada para levantarla. No sentí deseos de ayudarla, aunque la compadecí. La suya no era una vida envidiable y nunca lo sería.

De manera soterrada me hizo sentir un canalla. Días después recordé que nadie hizo nada por ayudarla, ni aun simuladamente, como quien emprende una acción con la esperanza de que alguien nos detenga en el último momento. Aquello parecía una prueba del fin de la civilización basada en la ayuda mutua, lo que daría paso a una nueva época de individualismo salvaje. 

Yo no sería el responsable y tampoco haría nada para solucionar un problema que viene de siglos atrás.

Entonces llegué a las preguntas de rigor: ¿me porté como un canalla, un cretino, un patán, un descortés, un grosero? ¿Soy acaso un indeseable social? ¿Cometí alguna falta, un delito, un acto repugnante a la mirada de cualquier dios? No lo veía así y estaba lejos de sentir remordimiento. 

Ser un cretino implica comportarse con una mezcla entre grosería y

cierta cortesía —entendida a partir de una interpretación libérrima. Lo más importante era que ninguna definición del diccionario hacía referencia a la parte medular del hecho: el placer que yo experimenté al ser grosero y/o descortés. Ese estremecimiento interior me recorrió de arriba abajo, ya que la mujer no se esforzó por recoger la sombrilla, sino hasta verificar que nadie la ayudaría. Fueron segundos de miradas perdidas y silencios voluntarios, que se amplificaron como un eco en mi conciencia, hasta que ella confirmó que el paraguas no regresaría a su lugar con desearlo, ni por la gentileza de un desconocido. 

Hubo cierta malicia en aquel atestiguamiento, porque desde mi lugar vi  cómo el objeto se deslizó con lentitud hacia el piso. Si la hubiera prevenido a tiempo, la mujer no habría tenido que experimentar la molestia de flexionarse en público. Sentí placer y deseé que también se le cayeran las monedas o los lentes, para verla en un aprieto aún mayor. Esto huele a maldad pura, aunque no estoy seguro de que lo sea. El mundo es una caja de sorpresas, por lo común, indeseables.

II. EL DESPERTAR DE UNA ERA

Cualquiera diría que mi interés era pasar primero que ella al cajero automático, por lo que no se trató de un placer intelectual auténtico, sino de uno más primitivo: evitar el dispendio de tiempo. La presunción es más bien falsa porque parte del supuesto incorrecto de que yo tenía prisa, lo cual no se ajusta a la mecánica de los hechos.

Las motivaciones de un hombre son más profundas de lo que parecen. Estoy lejos de cualquier interés en el psicoanálisis o de imaginarme un experto en la clase de emociones que deben mantenerse soterradas. Intuyo que algo vive en mi interior y no logro definirlo, lo cual juzgo como inquietante. Tiendo a pensar que no soy el único que lo experimenta. Reitero que podría ser el fin de una época de moral compartida, que pregonó el bienestar de los demás por encima del propio, pero también una novedosa forma de perversidad ultraindividualista, capaz de minar esa lógica de cuidado colectivo. De otro modo resulta inexplicable la proliferación de actos groseros que suceden cada día. 

Aquello parecía una prueba del fin de la civilización basada en la ayuda mutua, lo que daría paso a una nueva época de individualismo salvaje

También éste podría ser el surgimiento de una época de cretinos —por llamarlos de algún modo—, que experimentan placer al inocular pequeñas dosis de inacción en escenarios que podrían mejorarse si ellos intervinieran oportunamente. Bastaría con no hacer para que la sociedad y cada uno de los elementos que la integran vea comprometido su bienestar, sea por los efectos inmediatos de la inacción o porque aquello tenga consecuencias a largo plazo. En el ejemplo referido, la mujer podría dañarse las rodillas al levantar la sombrilla (corto plazo) o perder la fe en la humanidad de manera súbita, lo cual afectaría a sus pequeños, a quienes transmitirá una idea retorcida del destino (largo plazo). Debe decirse que la intervención "oportuna” en beneficio de los otros no ha probado su capacidad para mejorar al ser humano, ni las condiciones en las que vive. Más de uno habrá notado que pedir a los demás que utilicen el cinturón de seguridad no ayuda a que lo hagan, que lo harán si les parece bien hacerlo, pese a todos los videos de accidentes que hayan visto en su vida o todas las infracciones de tránsito que acumulen.

Ser un cretino, tal como se perfila en este texto, es un mecanismo de autodefensa para sobrevivir en un mundo que no se cansa de recetar consejos para el (aparente) beneficio mutuo. Uno podría ser el que se lastime las rodillas o pierda la fe en la humanidad porque un acto bondadoso no sucedió a tiempo. La ética es un terreno fangoso y ya no existen profetas que le otorguen consistencia. Esto nos regresa al punto de origen y nos lleva hasta los bordes de nuestro paso por el mundo.

En algún momento, de forma explícita o implícita, se determinó que tenemos la obligación de procurar a los otros, independientemente de que ellos lo hagan de manera bilateral. Es una lógica más perversa que congratularse en silencio por no realizar un acto minúsculo. Entiendo que estas fórmulas de comportamiento son resabios del denominado contrato social, en el que ser recíproco actúa en beneficio de la mayoría. También podría ser un vestigio del temor que se experimenta cuando las personas se imaginan responsables de la humanidad, pero no actúan en su beneficio la mayor parte del tiempo.

Quizás en sociedades pequeñas, casi tribales, sea posible un comportamiento semejante. Cada uno de sus integrantes llevaría en una bitácora detalles sobre en quién se puede confiar, de quién cuidarse y a quién puedes afectar sin temer un acto de venganza. Pero en sociedades multitudinarias, de poco sirve ayudar al próximo. Hacerlo apenas detendrá a un ladrón de sustraernos la cartera. Aquí la sobrevivencia se vuelve un asunto más complejo que sólo respirar, alimentarse y dormir. Entra en juego un mecanismo de observación puntual y prudencia ante el riesgo. ¿Soy un cretino? Quizá. ¿Debo pagar por ese placer que enuncio y que parece ser experimentado en silencio por la mayoría? Lo dudo. 

El mecanismo que utilizamos para expresarnos es una aproximación. Ni todos los libros escritos sobre los atentados del 11 de septiembre de 2001, ni los que vendrán, pueden dar cuenta de un solo segundo de aquel día nefasto. Nos contentamos con el lenguaje y sus posibilidades, aunque es un placebo que no reemplaza la experiencia. La sombrilla estaba destinada a caer, los niños a ignorarla, yo a desconocer a la mujer al igual que los demás a mi alrededor —y, en mi caso, a experimentar el indecible placer al que hago referencia—, porque nada de lo que sucede es casual y lo más humano es suponer que así sucedería de cualquier forma. Nadie es responsable de ser un cretino. El placer, ése sí, es un producto humano y es uno de los asuntos más complejos sobre los que pueda meditarse.

III. OBSERVARSE EN PERSPECTIVA

Son muy escasos los placeres que ofrece la vida como para rehusarse a uno de ellos, más aún si es delicado y sublime. El ser humano, como otras especies animales, persigue su satisfacción y se aleja de la incomodidad. Las fuentes de subsistencia enflaquecen cada vez más. Conforme pasan las décadas, la cantidad disponible de insumos para las necesidades primarias, se adelgaza. Hay menos satisfactores y un mayor número de consumidores, lo que detona en una búsqueda angustiosa de los placeres elementales. Se vive más tiempo, es cierto, pero de modo mas precario.

Nadie es responsable de ser un cretino. El placer, ése sí, es un producto humano; uno de los asuntos más complejos sobre los que pueda meditarse

Goces elementales como caminar por la playa o respirar el aire del bosque son prácticas lujosas: sólo están a la mano de quienes disponen del ocio necesario para procurárselas. El acceso a las formas básicas de autosatisfacción es intermediado por la tecnología, que no hace sino generar más deseos en seres condenados a desear. Afilamos las dagas que irán a dar a nuestro cuerpo y además lo hacemos con una sonrisa. Un fin de semana para acampar, pongamos por caso, podría terminar en un viaje a la muerte, por un asalto en un lugar solitario. Entre más crece la población, más debe alejarse de sí misma para observarse en perspectiva. 

Los placeres físicos, salvo para aquéllos que tienen gusto por el deporte, quedan cada vez más reservados a una minoría que no teme salir de su domicilio. En contrapartida, los placeres intelectuales ganan terreno porque no requieren más que un espacio cerrado con un mínimo de ventilación, y acaso una salida de emergencia por si tiembla o empieza un incendio. 

Celebrar en silencio una pifia sucedida a otra persona es un placer intelectual, pese a que acontece en el mundo sensible; lo cual lleva al testigo a las preguntas esenciales de la filosofía: ¿por qué pasa lo que pasa? ¿Por qué sucede de un modo y no de otro? ¿Cómo se modificó la realidad con aquel suceso que es, en apariencia, irrelevante? ¿Quién determina la relevancia de los hechos? Cada mirada sobre el mundo que ponga atención al detalle es una oportunidad para indagar sobre la situación del individuo, nuestro tránsito por este mundo y, al final, cuál será el destino probable cuando el tiempo de cada uno esté por concluir.

Una persona iniciando un video desde su celular.
Una persona iniciando un video desde su celular.Foto: frimufilms / freepik.com

En este momento, la única forma posible de tener una vida rica en experiencias es disfrutarlas como un placer solitario. En la “sociedad de la transparencia”, para usar la terminología de Byung-Chul Han, no hay puertas ni ventanas. Todo está a los ojos de otros, que además tienen la curiosidad suficiente como para asomarse y pasar horas atestiguando la vida de prójimos, conocidos o desconocidos. El viejo lema de YouTube, Broadcast Yourself (transmítete a ti mismo), resume el culto contemporáneo que transforma a cada individuo en una máquina de crear contenidos que puedan ser visitados por otros. A la manera de una obra arquitectónica colectiva, se agregan partes a un andamiaje de apariencia infinita.

En medio de esta vivacidad digital se atisba la soledad del individuo contemporáneo. No puede comunicarse sin la ayuda de dispositivos electrónicos. Esto subraya el movimiento oscilatorio de la historia, que se acerca a la pulverización de la persona como realidad actuante. Este fenómeno, que es discutido en la actualidad por la filosofía, visibiliza flaquezas insólitas en las personas, en relación con la supervivencia en ecosistemas de variables indeterminadas. Sentir placer porque a una mujer se le cae una sombrilla prueba que la humanidad se encamina hacia su destrucción, y eso difiere tan sólo en la cantidad de sujetos involucrados. El hecho es el mismo, salvo que no hay un placer que pueda experimentarse a partir del segundo caso, porque la humanidad se cae a pedazos y es una entelequia de la que, según nos dicen, somos parte.

Los mecanismos que ideamos para darnos satisfacción son parte de la historia humana. El teatro, la ópera o las modernas comedias de stand-up nos hacen olvidar que nuestro final es la muerte y no sabremos cuándo vendrá por nosotros. Quizá en el instante cuando elijo no ayudar a la mujer, en un sitio profundo de mi psique estalla un pensamiento relacionado con la muerte. Ayudarla significa perder segundos que podría destinar a otras actividades. O a planearlas, siquiera. Las grandes empresas de la humanidad, lo mismo individuales que colectivas, se iniciaron con un plan.

Buscar un placer que no afecte a otras personas es menos fácil de lo que parece, pero ser cretinos ayuda a preservar nuestra identidad. Los prin-cipios del pacto social se derrumban para dar paso a nadie-sabe-qué. Bautizar las épocas de la historia humana con nombres rimbombantes dejó de motivar gestos de satisfacción entre los filósofos. Ignoro si debemos sentir temor o más bien ansiedad por ello. Sólo queda una certeza: nos espera un abismo que todo lo devora, seamos o no, unos cretinos.