La sinfonía del horror, a cien años

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La sinfonía del horror, a cien años
La sinfonía del horror, a cien añosFuente: Johann Walter Bantz / unsplash.com
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Inicia octubre, mi temporada favorita. Ya he compartido aquí mi afinidad con la cálida luz otoñal y al aire fresco que le rodea, pero quizá lo que más me entusiasma de esta época es su ambiente tan propicio para retomar una de mis mayores pasiones: el horror en blanco y negro. Este 2022, mi regresión obsesiva a las películas de terror de antaño cobra una mayor relevancia con el centenario de una de sus más grandes expresiones: Nosferatu, película dirigida por F. W. Murnau y estrenada el 4 de marzo de 1922 en Alemania.

Jamás olvidaré la primera vez que la vi. En ese entonces era una adolescente que se sentía muy transgresora por vestir de negro y usar playeras de bandas de punk. Pasaba mis horas libres con las lecturas obligadas de quienes se inician en la literatura de terror, desde Bram Stoker y Mary Shelley hasta Anne Rice. Por las noches veía repeticiones de Los Locos Addams y Los Munsters, que pasaban en algún canal de televisión de cable, mientras que los fines de semana iba a comprar películas piratas de monstruos de la Universal en el puesto afuera de la Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo, porque una banda llamada Bauhaus me había introducido al nombre de Bela Lugosi. Yo era, pues, todo un cliché.

DURANTE UNAS VACACIONES de verano, mi madre —quien ya unos años atrás me había contagiado su gusto por la literatura de Agatha Christie—, me propuso que rentáramos algunas películas de Alfred Hitchcock, cuando todavía existían las membresías a los clubes de video. Me obsesioné. Cada fin de semana íbamos a buscar una o dos más, hasta que las agotamos todas. Para entonces, ya habían aparecido dos páginas web de cuyas mieles me hice adicta en aquellos días de ocio: Wikipedia y YouTube. Gracias a la primera pude enterarme de la filmografía completa del maestro del suspenso y la segunda me permitió encontrar todos los filmes que no estaban disponibles para renta, entre ellos, El inquilino. Al terminar mi primer encuentro con el rostro deslumbrante de Ivor Novello, el algoritmo —aún incipiente— comenzó a reproducir en automático una tipografía gótica que leía Una sinfonía del horror.

Era esa hora, quizá más temible que la media noche, cuando la tarde no ha terminado de caer y la oscuridad comienza a dominar el cielo. De pronto apareció en pantalla Max Schreck, caracterizado como el Conde Orlok. A medida que la penumbra se iba apoderando de mi recámara, yo quedaba cada vez más hipnotizada por su escalofriante actuación, resaltada por las sombras propias del cine mudo. Como alguna vez dijo el crítico de cine Roger Ebert: no es que Nosferatu dé miedo, es que nos embruja.1 Al poco tiempo descubrí que unos años antes de mi descubrimiento, John Malkovich y Willem Dafoe protagonizaron una película cuya premisa proponía que Schreck había sido un vampiro real —argumento que, me atrevería a decir, es perfectamente plausible. Titulada La sombra del vampiro y dirigida por E. Elias Merhige, es un maravilloso homenaje a este clásico.

Para mí ya no hubo vuelta atrás. Bajo el cobijo del insomnio, en mi computadora se fueron sucediendo uno tras otro los títulos fundamentales del cine mudo: El gabinete del Dr. Caligari, Metrópolis... descubrí el mundo del silencio pero, sobre todo, el expresionismo alemán. Desde entonces, los años veinte han sido mi más grande pasión y tema principal de estudio desde que, al poco tiempo de descubrir Nosferatu, tomé la decisión de dedicarme a la historia del arte. Creo que no me equivoco al decir que fue gracias a las imágenes de Murnau que encontré mi vocación.

Apareció en pantalla Max Schreck, como el Conde Orlok... yo quedaba cada vez más hipnotizada por su escalofriante actuación

NO DEJA DE SORPRENDERME, ahora que veo la cinta con esa mirada, que a cien años de su filmación, el espíritu de su tiempo siga tan vigente. No niego, desde luego, que hubo cambios notables entre nuestra época y la del cine silente —para empezar, tecnológicos—, pero encuentro similitudes emocionales, por decirlo de alguna forma, bastante interesantes. El expresionismo alemán es, ante todo, un arte de crisis, producido por una generación de creadores arrojados a la incertidumbre. Ante el cambio de siglo y el trauma de la Primera Guerra Mundial, la representación del mundo tangible que les rodeaba —como sucedía con el impresionismo, por ejemplo— ya no era posible y se volcaron en una búsqueda por expresar su realidad interior. En otras palabras, la objetividad perdió sentido ante un mundo tan difícil de comprender. A la vez, se trataba de mostrar la individualidad, sin imponer un solo estilo o una ideología única, representando así lo humano con todos sus matices frente al dominio de las máquinas, que iban ganando terreno. No olvidemos que fue la Gran Guerra la primera en combatirse con éstas, causando una destrucción inusitada. La angustia y la desesperanza, el miedo invadieron a los jóvenes de Europa que regresaban del frente, entre ellos el propio Murnau. Por otro lado, los inicios de la industrialización masiva les llevaron a indagar en todo aquello que quedaba fuera de la racionalidad y la lógica del progreso: los confines más oscuros de la mente y la existencia de un mundo espiritual y fantástico más allá de nuestra mirada fueron exploraciones constantes.

El terror y la ciencia ficción se convirtieron así, tanto para los creadores alemanes de la década de 1920 como para sus espectadores, en géneros que les permitían expresar, y también de cierta forma evadir, una realidad que superaba los horrores de la pantalla. Pensemos en los herederos de Nosferatu, el Drácula de Bela Lugosi o la criatura de Boris Karloff, llevados al cine tras el crack de 1929 que lapidó Wall Street y llevó a Estados Unidos a la Gran Depresión. Hay peores horrores que la muerte, dice el conde de Transilvania en uno de los diálogos de la película de 1931, muy seguramente un guiño al desempleo y al hambre que invadían los hogares norteamericanos. Hoy el contexto es distinto, pero la angustia nos sigue habitando, brindándonos miradas afines a las que se posaron por primera vez en el rostro inquietante de Nosferatu.

Nota

1 Roger Ebert, Nosferatu, 28 de septiembre, 1997, consultado en: https:/www.rogerebert.com/reviews /great-movie-nosferatu-1922