Sitios de la memoria en América Latina

En la memoria de las sociedades, un “sujeto activo” define lo que hace falta recordar o delegar al olvido.
Esto ocurre en particular con el periodo —ensangrentado por miles y miles de víctimas— de las juntas militares
y dictaduras que dominaron buena parte de América Latina durante la segunda mitad del siglo XX.
El ensayo que publicamos visita tres museos que evidencian la disputa por enfocar ese tiempo en función de causas, derechos humanos e intereses políticos. El filtro del pasado transmite la identidad y conciencia
de los grupos humanos. De ahí la necesidad de reconocer sus versiones o matices y contrastarlos con la historia oficial. 

Museo Sitio de Memoria ESMA, Argentina.
Museo Sitio de Memoria ESMA, Argentina.Fuente: es.wikipedia.orgZ
Por:

Es necesario recordar? ¿Puede la memoria ser contraproducente? ¿Por qué?¿Cómo? ¿Qué recordar? ¿Quién y a quién se debe recordar y olvidar? Todas estas preguntas, que toda persona se plantea llegada cierta edad sobre su propia vida, se vuelven radicalmente políticas cuando son las sociedades quienes se las formulan. El asunto se vuelve más complejo —y mucho más necesario— cuando los acontecimientos que se deciden recordar u olvidar son los crímenes de Estado cometidos contra la población civil en fechas recientes. En estos casos, lejos de convertirse en un día feriado o un monumento nacional, la memoria incomoda, porque los hechos que insiste en recordar no están superados y siguen ocurriendo de cierta forma perversa. Entonces, lejos de ser una mera evocación, la memoria se convierte en un sujeto activo, un elemento en el que se aglutinan pasado, presente y futuro, y una zona de conflicto entre los distintos grupos que pretenden imponer su relato o eliminar los otros.

En este siglo, los sitios de la memoria se han multiplicado a lo largo de América Latina. Este hecho no se debe a que de pronto recordar se haya puesto de moda, sino, tristemente, a que las dictaduras homicidas también se multiplicaron por todo el subcontinente en los años setenta y ochenta del siglo pasado. El regreso de la democracia al final del siglo XX fue muchas veces frágil, y no existían todavía las condiciones para reflexionar sobre los hechos ocurridos en un pasado aún demasiado reciente. Sin embargo, con los años, conforme las democracias mal que bien se fueron asentando, el recuerdo de los hechos que se pretendía silenciar fue cobrando forma. Primero surgieron los testimonios de las víctimas que sobrevivieron, luego vinieron los informes de organizaciones de derechos humanos y, por último, con una sociedad más organizada y menos amenazada, la recuperación de algunos lugares donde las atrocidades fueron cometidas para convertirlos en sitios de la memoria, y la fundación de museos e instituciones dedicadas a estudiar estos hechos.

La mayoría de los países latinoamericanos que fueron gobernados por dictaduras o que sufrieron un periodo de violencia han levantado sitios de la memoria, cada uno a su manera. Algunos, como Chile, a regañadientes, gracias a la sociedad civil y venciendo la reticencia del Estado; otros, como Colombia, lo hacen cuando oficialmente el conflicto armado entre las FARC y el Estado colombiano apenas terminó hace cuatro años y cuando sus secuelas siguen cobrándose docenas de vidas. México, que no vivió una violencia política de la dimensión de otros países latinoamericanos, se contentó con construir la Estela de Tlaltelolco en la plaza donde fueron masacrados cientos de estudiantes en 1968, cuidándose de no juzgar a ninguno de los responsables. Guatemala, el país que padeció el régimen más sanguinario, responsable de la muerte de 200 mil personas, ha tenido extrañamente más éxito en juzgar a algunos de sus máximos responsables que en construir una red de lugares en recuerdo de las víctimas; en Uruguay, mientras que una de las principales cárceles políticas fue convertida en un elegante centro comercial, se inauguró el Museo de la Memoria, que exhibe el uniforme usado por José Mujica cuando estuvo preso por la dictadura. En esta lista, por distintos motivos, destacan los casos de Argentina, Perú y El Salvador; este texto se centrará en tres sitios de dichos países para ejemplificar las distintas formas en que América Latina ha decidido recordar sus infiernos recientes.

En la Escuela de Mecánica de la Armada,
El primer espacio al que el visitante
accede es el sótano; también era el lugar
al que llegaban los detenidos, donde
les practicaban los primeros
interrogatorios —un eufemismo de torturas

MUSEO SITIO DE MEMORIA ESMA

Además de ser el país que ha logrado juzgar a más perpetradores de torturas y desapariciones, Argentina también ha construido una sólida red de lugares de la memoria. Tan sólo en Buenos Aires hay alrededor de quinientos museos, espacios o simples placas que recuerdan las acciones cometidas por el Proceso de Reorganización Nacional, como pomposamente se denominó la Junta Militar que, mediante un golpe de Estado, gobernó el país entre 1976 y 1983. El objetivo prioritario de la Junta era derrotar a la subversión; con esa excusa —los Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) jamás estuvieron ni remotamente cerca de conquistar el poder—, los militares crearon un sistema de represión que en realidad pretendía exterminar no sólo a los pocos y desorganizados guerrilleros, sino a cualquier persona que simpatizara con ideas de izquierda. Con este fin, la Junta montó un siniestro sistema, desde la desierta Patagonia hasta el norte indígena, compuesto por alrededor de quinientos centros secretos de detención, en los que, además de incontables torturas y violaciones, desaparecieron unas treinta mil personas.

Entre todos estos centros destaca la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), que fue el centro clandestino de detención más grande del país. Se encuentra en la Avenida Libertador, una de las más prominentes de Buenos Aires, en un barrio de clase alta. Llama la atención la amplitud del lugar: no se trataba de un simple cuartel que podría pasar desapercibido, sino de un enorme campo militar con distintos edificios en su terreno arbolado. El horror se concentraba en el casino de oficiales, por el que pasaron unos cinco mil presos, de los cuales fueron asesinados más del 95 por ciento. Sorprendentemente, las instalaciones del casino se encuentran conservadas, es decir, mantienen su estructura como centro del horror. Apenas unos días antes de que Raúl Alfonsín, el primer presidente de la democracia, asumiera el poder, el centro fue desmantelado; sin embargo, los militares, sabiéndose impunes, no se esmeraron en borrar las huellas de sus crímenes. Con los años, y gracias al testimonio de los sobrevivientes, se ha podido establecer el funcionamiento del centro, lo cual le aporta a la visita un didactismo que resulta escalofriante.

El primer espacio al que el visitante accede es el sótano; también era el lugar al que llegaban los detenidos, donde les practicaban los primeros interrogatorios —un eufemismo de torturas. En el sótano también se encontraba la enfermería, donde se practicaban los partos a las prisioneras embarazadas, a quienes luego se asesinaba y desaparecía, y cuyos hijos eran robados y dados en adopción a familias de militares, como se narra magistralmente en la novela Dos veces junio, de Martín Kohan. En la enfermería también se les aplicaba un sedante a los prisioneros para dormirlos y conducirlos a los vuelos de la muerte, en los que se les arrojaba desde varios cientos o miles de metros, vivos, al Río de la Plata.

En el tercer piso pueden verse las celdas donde confinaban a los detenidos. Se mantenían inmóviles, en sus literas, con la cabeza cubierta por una capucha por semanas o meses. Sólo se les sacaba con el fin de aplicarles torturas, o bien, para ser sedados y llevados a los vuelos de la muerte. También en este piso se halla la pieza de las embarazadas, a quienes se les daba una mejor alimentación; se les sometía a torturas menos crueles, que no interfirieran con la gestación.

En otro edificio se encuentra el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti —gran cuentista y novelista desaparecido por la dictadura—, en el que hay exposiciones, una cafetería, una librería y un foro en el que se llevan a cabo actividades relacionadas con los derechos humanos o con las artes. Aunque las exposiciones son interesantes, es difícil sustraerse del lugar para ver una instalación o disfrutar un concierto, y el contraste resulta a veces infranqueable. Uno no puede olvidarse que en ese espacio cultural, hace apenas cuatro décadas —¿es mucho tiempo o es nada?—, funcionaba una fábrica de la muerte. También resulta chocante visitar el sitio localizado al fondo de la ESMA: el Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur. ¿Por qué allí? Aunque se centra en la naturaleza y la historia de las Malvinas, y pasa rápidamente por la guerra, su mera existencia es una reivindicación de la soberanía argentina sobre las islas. Nadie pone en duda el derecho de Argentina a reclamar un territorio que considera propio, pero la pertinencia de construir un museo de tales características en un centro que pretende recordar hechos atroces de la dictadura para que no se repitan, resulta cuando menos cuestionable.

Museo de la Revolución Salvadoreña.
Museo de la Revolución Salvadoreña.Fuente: elsalvadoravanza

EL LUGAR DE LA MEMORIA

A diferencia de Argentina, donde existe un consenso de que los crímenes de la dictadura son injustificables, el relato peruano hace énfasis en la victoria del ejército frente a los grupos guerrilleros. Es verdad que Sendero Luminoso, la principal guerrilla que operó en el Perú en los años ochenta, poco tiene que ver con los grupos armados argentinos, tanto por la violencia ejercida contra la población civil como por su capacidad de desafiar al Estado. Se calcula que en el conflicto armado peruano fueron asesinados unos setenta mil civiles, y dos terceras partes de esa escandalosa cifra serían responsabilidad de los senderistas, mientras que la otra tercera recaería en las fuerzas de seguridad. Pero más allá de estadísticas, es inocultable el hecho de que los métodos de lucha de la guerrilla maoísta fueron los más salvajes de todas las revoluciones latinoamericanas: ninguna otra guerrilla cometió masacres equiparables —muchas veces con machetes o piedras— contra el mismo pueblo al que decía representar, en este caso, sobre todo campesinos de los Andes, alrededor de la ciudad de Ayacucho.

El Lugar de la Memoria es un inmenso edificio localizado en plena ciudad de Lima, alejado, inexplicablemente, de todas partes. En uno de los acantilados limeños frente al Océano Pacífico, es sin duda un sitio privilegiado y el edificio le hace justicia a su ubicación: perfectamente adaptado a su entorno, es en sí mismo un acantilado que el visitante sube hasta llegar, tras recorrer la historia del conflicto armado, a una hermosa terraza desde la que se contempla el mar. Sin embargo, da la impresión de que nadie quiere acercarse a esa construcción premiada internacionalmente por su arquitectura; cuando fui a conocerla, junto con los dos amigos que me acompañaban, éramos los únicos visitantes. Su soledad es explicable pues a nadie le conviene recordar un conflicto en el que ambos bandos se enfrentaron con brutalidad y asesinaron a decenas de miles de los civiles que ambos aseguraban defender.

Paradójicamente, la tétrica ESMA, quizás hasta donde es posible, ha sabido reinventarse y es un centro vivo, comprometido con las nuevas luchas de los derechos humanos y con la creación artística de una sociedad que en buena medida ha sabido recordar y juzgar. El Lugar de la Memoria, por el contrario, a pesar de sus magníficas instalaciones y de la belleza del sitio, es un lugar muerto. Al ver la exposición permanente saltan contenidos que hacen parecer que toda esa mole de memoria pretende en realidad exculpar al Estado peruano de sus crímenes. Por una parte, si bien se mencionan las condiciones de marginación de los territorios donde surgió la guerrilla, a ésta se la presenta casi como un fenómeno externo, ajeno al auténtico Perú, pasando por alto que surgió en el país más profundo. Por otra parte, aunque son numerosos los documentos que evidencian la cruel represión del Ejército —que hizo, por ejemplo, de la violencia sexual una táctica antiterrorista—, siempre se muestra como una lamentable serie de hechos aislados, hasta llegar a una de las explicaciones del relato que quiere imponer el museo:

El Ejército del Perú condena los actos contrarios a la ley realizados por ciertos miembros de las Fuerzas Armadas y Policiales, quienes actuaron individualmente y no como parte de una política de exterminio dictada por alguna autoridad castrense.

Varias exposiciones temporales del museo han creado polémica, incluso un director fue despedido por permitir una muestra que ciertos sectores estatales consideraron senderista. Ignoro si Abimael Guzmán, el fundador y líder de Sendero Luminoso, recluido en una cárcel en esa misma costa espectacular y gris, a sólo unos cuantos kilómetros del museo, conoce su existencia y la segunda derrota que le supone, la de la memoria. En todo caso, el relato oficial creado en Perú y que este sitio reivindica es singularmente incómodo: el ejército se sigue jactando de su victoria contra las guerrillas, pasando por alto que, para lograrla, violó y asesinó a decenas de miles de peruanos. El inmenso edificio que alberga el Lugar de la Memoria, a pesar de su magnífica apariencia, tiene grietas en sus cimientos, y la narrativa pétrea que quiere imponer amenaza con desmoronarse en cualquier momento.

Sospecho que los guerrilleros lo montaron para sí mismos:
para que su lucha tuviera algún sentido, y por lo tanto también su pasado, y sentirse menos defraudados

MUSEO DE LA REVOLUCIÓN SALVADOREÑA

Ya desde su nombre, el Museo de la Revolución Salvadoreña no esconde su postura y toma partido (el Estado ha impuesto el término “Guerra Civil Salvadoreña”). Fue fundado por un grupo de guerrilleros, en un intento de explicar por qué y cómo lucharon, y sobre todo, supongo, de sentir que no lucharon para nada. Aunque oficialmente el museo está allí para que todos los salvadoreños conozcan algo más sobre la guerra, sospecho que los guerrilleros, sin aceptarlo, lo montaron para sí mismos: para que su lucha tuviera algún sentido, y por lo tanto también su pasado, y sentirse menos defraudados por sus comandantes, por muchos de sus compañeros y, por abstracto que se escuche, por la historia, que alguna vez pensaron de su lado.

Es un recinto agradable, precario, lejos de la majestuosidad del Lugar de la Memoria peruano. Se encuentra en Perquín, rincón noreste del diminuto país; es un territorio que salvo por las incursiones militares que cada vez duraban menos, estaba en completo control del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), la guerrilla salvadoreña. Tiene techos de láminas y piso de loza, y las salas dan a un patio tan amplio que merecería ser llamado jardín, aunque no tiene el cuidado que esta última palabra entraña y sus límites no están bien definidos; la sensación de amplitud y permanente espontaneidad de la naturaleza están allí, en franca oposición con la civilización, en este caso representada por la simple estructura del museo dedicado a una guerra en la que murieron ochenta mil personas, la mayoría, como siempre, civiles (al menos el 90 por ciento fueron asesinadas por el ejército).

El museo cuenta, mediante recortes de prensa, fotografías y armas, el desarrollo de la guerra y la resistencia de la guerrilla frente al cada vez más poderoso ejército, armado y entrenado por Estados Unidos. Destaca una pequeña sala que simula una cabina de Radio Venceremos, la emisora guerrillera que transmitió desde la clandestinidad durante los diez años que duró la guerra. Radio Venceremos nunca tuvo una cabina como tal, pues tenía que huir de las ofensivas del ejército; de hecho, lo más parecido que tuvo a una cabina fue una cueva repleta de murciélagos en medio de la selva. La estación se convirtió en un arma estratégica de la guerrilla, pues no sólo contrarrestaba la información oficial, sino que alentaba a los combatientes, reclutaba a nuevos elementos y desmoralizaba a las tropas enemigas. Esto, naturalmente, enervaba a los militares, sobre todo al teniente coronel Domingo Monterrosa, quien se propuso destruirla.

Monterrosa, responsable de la masacre de El Mozote, en la que mil civiles fueron asesinados (la mayoría, niños y ancianos), era también el militar más efectivo tanto en los operativos como en el campo de batalla. Los guerrilleros sabían que era su enemigo más peligroso y también que su obsesión era capturar la radio guerrillera. En un combate, simularon perder uno de los transmisores de la radio, en el que iba oculta una bomba. Monterrosa cayó en la trampa y, mientras se transportaba en un helicóptero a una rueda de prensa en la que mostraría su triunfo, los guerrilleros activaron la bomba y mataron al único militar que consideraban capaz de vencerlos. Los restos del helicóptero se exhiben en el museo, como trofeo de guerra.

Por supuesto, la visión del museo es parcial, motivada por la épica de la guerra y la derrota. Pese a que la guerrilla obligó al gobierno a firmar la paz y conquistó dos veces la presidencia en elecciones democráticas, la sensación que prevalece en el museo es que, finalmente, la revolución fue traicionada. De hecho, no hay ninguna sala que muestre las victorias electorales del Frente; más que un consuelo, los guerrilleros consideran que oficializaron la traición de sus comandantes. Ellos prefieren guardar la memoria de la batalla, de la solidaridad y de la represión, y olvidar, tristemente, que al final de cuentas, quizás no como lo soñaban, conquistaron el poder.

LOS TRES LUGARES descritos no pueden ser más distintos: un centro de tortura convertido en un espacio cultural por organizaciones sociales, un monumento construido por el Estado para imponer su relato y festejar su victoria, y un museo olvidado en el último rincón de El Salvador, montado por exguerrilleros para recordar su lucha.

Tres lugares que ejemplifican tres formas diferentes de recordar el pasado violento de América Latina. Porque, como estos recintos demuestran, la memoria también es un lugar que puede recorrer-se y habitarse, donde se libran batallas para decidir qué recordar y para seguir recordando; un lugar al que se puede llegar pero del que no se puede salir, porque la pesadilla de la historia no tiene ruta de evacuación.