Vampiros cocainómanos hipersexuados

El corrido del eterno retorno

Vampiros cocainómanos hipersexuados
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Tenía look de metalero típico. Gabardina negra de cuero, playera negra de banda de black metal, pantalón negro, botas negras, anillos en cada dedo y la greña larga. Y era mi fan, me confesó al final de la charla que sostuve con Mariana H en un bar en Queretarrock, mientras en el baño me compartía de su coca sabor uva. Todo lo que te metas esta noche yo lo pago, me dijo el vampiro Alex.

El after estaba programado en casa de una amiga de Lalo Landa. El plan era seguirla ahí. Pero en cuanto la banda comenzó a desalojar el lugar sentí la mano de Alex en la nuca: me conducía como a un cachorrito hacia la salida.

Tú te vienes conmigo, me soltó.

Mi compa, el Negro Fake, un queretano al que apodaban el Pikachú y yo nos trepamos al carro de Alex. Un BMW morado. Contraste radical con su apariencia. A 160 kilómetros por hora recorrimos las calles de la ciudad y subimos una colina hasta su casa, como si de un episodio de La casita de los horrores se tratara. Y a partir de ahí todo consistió en meternos el perico de Alex, que no era poco, al contrario, era un chingo.

Luego trajo todos mis libros para que se los firmara, al tiempo que me presumía su morada. Si el BMW ya me había parecido atípico, su mansión era todo un tributo a lo extravagante. Pero no al estilo art narcó, sino como un entrecruce entre la pasión por la halterofilia y las ciencias ocultas. No sé en qué momento se quitó la gabardina y la playera y se pasó toda la velada presumiendo su torso de vampiro hipersexuado.

Su biblioteca-museo ostentaba una nutrida selección de libros, con una sección choncha de títulos esotéricos. No sabía a qué se dedicaba Alex, después me enteré por Facebook que es una especie de terapeuta-sanador new-age al estilo del fantástico profesor Cavan. Confieso que el tema no me despierta emoción alguna, pero como amante de los libros ser testigo de esa dedicación me provocó una enorme simpatía. Como la que a veces experimenta un drogadicto por otro drogadicto.

Lo que me voló la cabeza de aquel santuario personal fue el tocadiscos. No sé si era un gramófono como tal o una vitrola, pero era una consola reproductora de discos de 78 revoluciones. Para accionarla había que darle vuelta a una manivela. Nunca había tenido enfrente una antigüedad de este tipo. Y como amante de los vinilos quedé fascinado. Los discos son más pesados que un vinilo normal. Me quedé hipnotizado ante el aparato y pasé más de una hora observando girar el plato.

Como amante de los libros esa dedicación me provocó una enorme simpatía .

En la siguiente habitación había otra biblioteca. Menos pequeña pero igualmente surtida de libros de neurociencia. Y en otra más una dedicada a la psicología. En aquella casa había más libros que en la biblioteca pública de Torreón. Complementaba el cuadro una biblioteca extra conformada de puro cómic. Muchos de los libros ahí congregados son raros y nada baratos. Si hay algo caro en papel son los cómics. Calcular cuánto dinero había invertido en todo es incalculable, sin duda una verdadera fortuna.

En una de las paredes había varias espadas medievales colgadas. Pasé buena parte de la madrugada curioseando por ahí. Entre asombrado y divertido. Y la coca no dejaba de correr. No eran cerros, pero jamás dejé de tener la nariz ocupada. Y cuando se acabó, Alex mandó traer más.

Nos instalamos en la sala a meternos la merca. Y en aquel lugar lleno de contrastes, el más impactante fue que en vez de sillones o futones, había un gimnasio. Donde Alex se ejercitaba sin parar, se deducía nomás de verlo. Al día siguiente yo debía tomar un vuelo a Dallas y me tenía que ir. Se lo dije.

Te quiero coger, me contestó tomándome del cuello.

No me quedó otra que soltar una risita nerviosa.

Cabrón, le dije, si quieres chuparme un poquito de sangre, trae una jeringa y me la extraigo solo, pero no me digas eso.

A las 7:10 de la mañana el alba comenzó a asomar. Alex desapareció por una puerta hacia el sótano. Lo seguí y vi cómo se metía en un sarcófago.

Vamos a clavarle una estaca, le dije al Negro Fake.

Pero el Uber ya estaba afuera esperándonos.

Nos trepamos y conseguí huir con el culo indemne. Mientras el coche se alejaba volteé y conseguí divisar ocultas entre los árboles las torres de un castillo.

Ahí está mi más grande fan, pensé.