Víctor Hugo y el espíritu monacal

Un regreso a la obra capital de Víctor Hugo, Los miserables, propicia esta lectura concentrada en las páginas que dedicó a “la vida monacal”. En ellas narra y detalla las exigencias que esta práctica impone, su clausura del mundo exterior que se alimenta y multiplica dentro de “un universo propio, distinto del que habita el resto de los mortales”. La tentación del dogma y del fanatismo forma parte de los ecos del autor francés que alcanzan nuestra actualidad.

Auguste Rodin, Victor Hugo de tres cuartos, punta seca en papel tendido, detalle, 1885.
Auguste Rodin, Victor Hugo de tres cuartos, punta seca en papel tendido, detalle, 1885.Fuente: co.pinterest.com
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Huyendo del íntegro pero rígido Javert, “que convertía dos sentimientos simples y buenos en muy malos por llevarlos al extremo (el respeto a la autoridad y el aborrecimiento por la rebelión)”, Jean Valjean y Cosette encuentran refugio en un convento de clausura de la comunidad de Bernardas de la Regla de Martín Verga, situado en el número 62 de la calle de Picpus. Y eso le da pie a Víctor Hugo1 para extenderse a lo largo de decenas de páginas en desmenuzar las rutinas y el significado de la vida monacal.

Escribe: las monjas “están sometidas a la superiora con una sumisión absoluta y pasiva”. Se trata de una “obediencia cierta y ciega”, “sin poder leer ni escribir sin permiso expreso”. La multiplicación de rezos a lo largo del día, dice, tiene como finalidad “interrumpir los pensamientos y volver a dirigirlos continuamente hacia Dios”, lo cual es “sobrecogedor y trágico”. Al apartarse del mundo, al clausurar los puentes de contacto con la vida profana, edifican un universo propio, distante y distinto del que habita el resto de los mortales. Es una escisión radical, la construcción de dos mundos diferenciados y apartados.

Víctor Hugo sabe que la libertad los ampara:

Unos hombres se reúnen y viven juntos. ¿En virtud de qué derecho? En virtud del derecho de asociación. Se encierran en el lugar en que viven. ¿En virtud de qué derecho? En virtud del derecho que tiene todo hombre de abrir y cerrar su puerta. No salen. ¿En virtud de qué derecho?... El derecho de quedarse en casa.

Le conmueve incluso la búsqueda de contacto con la divinidad y el infinito. Pero ese enclaustramiento, esa cerrazón, esa fe que da la espalda al conocimiento y la ciencia, le irrita y preocupa. “Desde el punto de vista de la historia, de la razón y de la verdad, el monacato está condenado”. Los observa como antónimos de la prosperidad y el progreso. Los equipara a las verrugas que aparecen en el cuerpo y cree que su expansión es inversamente proporcional al desarrollo. Reconoce que en el inicio jugaron un papel importante pero que ahora —en su tiempo— son una rémora. “Los monasterios, buenos en el siglo X, discutibles en el siglo XV, son infames en el siglo XIX”.

Se pregunta si las mujeres que los habitan piensan, si tienen voluntad, si aman, si viven. Y contesta con un rotundo no. Porque “una mirada hacia el exterior es una infidelidad”. Todo cuanto deben pensar y hacer se encuentra ya regulado, de tal suerte que los vientos del exterior no pueden ser más que perturbadores. Viven separadas de su entorno y asumen un ideario que las cohesiona y les ofrece sentido. Se trata de un ambiente autorreferencial, que se alimenta a sí mismo.

Escribe: las monjas están sometidas a la superiora con una sumisión absoluta y pasiva. Se trata de una obediencia cierta y ciega .

PARA LOGRAR ESO, es menester “suprimir las revelaciones de la historia, debilitar los comentarios de la filosofía, eludir todos los hechos molestos y todas las cuestiones sombrías”, es decir, darle la espalda a todo aquello que turbe las creencias que las ponen en pie. Lo nuevo resulta subversivo, lo distinto escandaloso, lo que refuta sus dogmas es anatema. Y para ello, según Víctor Hugo, construyen un recurso: calificar de “charlatanes” a todos aquellos que contradicen su fe. Así, Rousseau, Diderot o Voltaire fueron encerrados en ese cajón, el de los charlatanes. Con esa operación el enclaustramiento quedaba mejor sellado, más seguro para la inmovilidad, pero también más sórdido. Lo que estaba fuera de las paredes del convento resultaba prescindible y en materia de creencias las propias eran autosuficientes, la “verdad revelada”.

Afirma Víctor Hugo: clausura es sinónimo de castración, de construcción de “vocaciones forzadas”. Se trata de tener “las bocas cerradas y las mentes emparedadas”, “encerradas en el calabozo de los votos perpetuos”. Y sorprendido o fingiendo sorpresa, Víctor Hugo señala que, pese a los progresos, “el espíritu monástico persiste en pleno siglo XIX”.

Se lamenta del “perfume rancio” que fortalece los dogmas, actualiza las supersticiones y alimenta el fanatismo. La existencia recluida resulta un pantano que cercena a hombres y mujeres no sólo de la vida, sino de los vientos nuevos en materia de filosofía, ciencia, creación. Insisto: reconocía el derecho a hacerlo, pero se lamentaba de sus derivaciones. Que empezaban con la pérdida de libertad de sus miembros y terminaban en la más cerril de las oscuridades.

VÍCTOR HUGO fue un hombre creyente, religioso, y encontraba que muchos de los monjes y las monjas enclaustrados tenían buena voluntad, abnegación, incluso vocación de martirio, y creía que una fe era necesaria para los hombres. No era un ateo: por el contrario, Dios para él es una fuerza noble y necesaria. Pero bajo el influjo de la Ilustración, de los avances de la ciencia, de los debates políticos, de las convulsiones sociales, de las realidades emergentes, veía en el espíritu monástico no sólo un monumento del pasado, sino una fórmula que impedía crecer a sus oficiantes y con ellos a la sociedad toda.

Tengo la impresión que ese espíritu monástico hoy recorre los pasillos de la administración pública federal y de legiones de sus feligreses. Y por supuesto, siguiendo a Víctor Hugo, eso no anuncia nada bueno. Aunque como él mismo apuntó y para no parecer ingenuo: “No hay poder que no tenga séquito, ni fortuna que no tenga cortesanos”.

Nota

1 Víctor Hugo, Los miserables, traducción de María Teresa Gallego Urrutia, Alianza Editorial, Madrid, volumen 1, tercera reimpresión, 2019, pp. 531-578.