La zona de interés, de Jonathan Glazer

FILO LUMINOSO

Frame tomado de la película La zona de interés
Frame tomado de la película La zona de interésFoto: Fotograma oficial
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Una familia en un picnic al borde de un río. Con esa idílica imagen Jonathan Glazer nos presenta a la familia Höss en su cotidianidad –en su cuarto largometraje, la poderosa cinta La zona de interés. Poco después vemos al padre, Rudolf (Christian Friedel), el comandante del campo de exterminio de Auschwitz, en su uniforme, ordenando a sus tropas y reuniéndose con ingenieros que venden la más alta tecnología en incineradores. 

La zona de interés está basada muy libremente en el libro homónimo de Martin Amis, de 2014. El libro presenta tres perspectivas: la del oficial Angelus Thomsen, la del comandante Paul Doll (un ficcionalizado Höss), y la de un sonderkommando judío, Szmul Zacharias. Glazer desficcionaliza a Höss y se enfoca en la familia del comandante que estuvo a cargo del campo de la muerte por mayor tiempo y que perfeccionó las técnicas de exterminación masiva y procesamiento de cadáveres. En su recuento emplea detalles de su vida doméstica para crear un retrato de la grotesca simulación de normalidad y la banalidad burocrática de su existencia a unos metros de una de las maquinarias genocidas más brutales de la historia. Para esto el cineasta contempla a sus sujetos con cierta distancia, con frialdad documental o un extraño sabor a falso cinema verité (que ya había experimentado en Under the Skin), siempre mostrándolos en planos generales o medios. Muy reveladoramente lo más cercano a un close up lo hace cuando Hedwig (Sandra Hüller) recibe un abrigo de pieles que corre a probarse frente al espejo. En uno de los bolsillos encuentra un lápiz labial, se sienta frente al tocador y la cámara se acerca a ella con cierta morbosidad para comprobar si se lo llevará a los labios. La cámara del extraordinario cinematógrafo Lukasz Zal, nunca atraviesa muros con alambre de púas, sino que se limita a mostrar con realismo los ires y venires de Hedwig, su servidumbre (muchachas polacas y algunos presos del campo), sus cinco hijos y su madre que los visita. Y la normalidad que captura con un juego de diez cámaras operadas simultánea y remotamente en las habitaciones, con el uso de luz natural, mientras los actores actúan sus rutinas sin saber si son filmados (en lo que Glazer llamó Big Brother en un hogar nazi), contrasta con un par de secuencias oníricas nocturnas de una niña que esconde manzanas para los presos, filmada en película térmica o polarizada. 

Mientras Glazer evita cualquier imagen violenta, en la pista sonora se desarrolla otra película que opera en el espacio negativo del espectador. Por un lado, tenemos un drama familiar, por el otro, escuchamos los ruidos que provienen del otro lado del muro: el rugido de la chimenea de los hornos, ladridos, órdenes, gritos de dolor y horror, así como disparos que los habitantes de la casa ignoran. La música de Mica Levi es espectral y minimalista, y como en Under the Skin, se entreteje con los sonidos ambientales, enfatizando una sensación de angustia que va crescendo. Glazer con el diseñador del sonido Johnnie Burn y el mezclador, Tarn Willers, logran incorporar los sonidos orgánicos del efecto del viento en la flora, así como la fauna de la región y los fusionan con el estruendo mecánico de motores, armas y vehículos, para establecer una aura inescapable y agónica, sin dejarse llevar por la estridencia, la histeria ni el sensacionalismo. El sonido del sufrimiento es mucho más que ruido de fondo. Hay quien piensa que es una falta de respeto no mostrar los horrores de la masificación de la muerte, sin embargo, en un tiempo de excesos visuales, obligar a la imaginación a sustituir el diluvio de imágenes shock es provocador y devastador. Además, poner en escena y reactuar la brutal violencia es redundante.

La zona de interés resulta profundamente contemporánea debido al renacimiento actual del fascismo

Glazer es un fabuloso estilista que revolucionó el film gangsteril con su apabullante Sexy Beast (2000), delineó el género del misterio de la reencarnación con Birth (2004) y creó una de las cintas de horror y ciencia ficción más fascinantes y estremecedoras del siglo XXI: Under the Skin (2013). Ahora narra una historia que sucede en 1942, cuando Auschwitz enfrenta la necesidad de crecer y los logros de Höss se vuelven su peor condena, ya que sus superiores desean ascenderlo y, por tanto, quieren reasignarlo a otro lugar. Pero Hedwig no quiere dejar su casa, jardín y pileta, el pequeño paraíso que ha creado con el esfuerzo y las cenizas de las víctimas. El sueño colonial, expansionista y genocida se contempla a través de la “banalidad del mal”, el término que acuñó Hannah Arendt al respecto del juicio de Adolf Eichmann. Y si bien esto es evidente, Glazer reduce al mínimo las descripciones políticas y la criminalidad. En vez de eso las conversaciones giran en torno a deseos, aspiraciones y reivindicaciones personales del sueño nazi. 

El hijo juega con dientes de oro, en la casa reciben ropa usada y Höss cuenta montones de billetes de diferentes divisas, nadie habla del origen de estos objetos. Uno de los pocos momentos en que la contundencia del campo de la muerte se vuelve aplastante en la vida familiar es cuando Höss pesca en el río mientras sus hijos chapotean, hasta que encuentra una mandíbula en el agua y se da cuenta de la presencia de cenizas. Huye despavorido y lleva a los niños a que los bañen frenéticamente. La mancha de las cenizas se pega al cuerpo y los objetos. La única mirada que se nos permite del campo de la muerte ofrece otra perspectiva de la banalidad del mal: la de convertir la tragedia en parque temático. Una extraña secuencia-túnel del tiempo cerca del final es una visión del fin de un orden y de la justicia que vendrá.

La zona de interés trata principalmente sobre cómo seccionar la atrocidad, la posibilidad de llevar una vida ordinaria a unos metros del horror más extremo, de la esclavitud y el genocidio sin verlo, sin reconocerlo. No es una película de lo que sucedió sino de la manera en que se permitió que sucediera. Y en ese sentido es profundamente contemporánea debido al renacimiento actual del fascismo. El pragmatismo de Hedwig, quien cuida su jardín con pasión (y trabajadores esclavizados), refleja a la perfección la manera sutil en que lo terrible pasa a ser normal. En gran medida esta cinta se siente como un testamento de la situación en Gaza antes del 7 de octubre. En particular, es reveladora la cruel ironía de tener el festival Nova, de música por la paz, a pocos metros del muro de separación que mantiene a Gaza como la prisión al aire libre más grande del mundo, una “zona de interés” de 350 kilómetros cuadrados, cuya población de casi 2.5 millones vive cautiva, bajo un bloqueo, ataques y bombardeos continuos desde 2007. Es imposible ver ahora esta película y no pensar en el horror de la indiferencia hacia la deshumanización en Gaza. ¿Cómo es posible vivir puerta con puerta con atrocidades e ignorarlas simplemente porque están fuera de nuestra “zona de interés”?