Infografía Elizabeth Cuevas y Juan Carlos Ramírez
Aunque el gas sarín apareció en la Segunda Guerra Mundial, su uso en los conflictos bélicos es uno de los más frecuentes como arma química, junto al gas mostaza.
Pese a la prohibición de uso del gas mostaza desde 1993 y el sarín desde 2007, por la Convención sobre las Armas Químicas, “se ha mencionado el uso de estos químicos por parte de Sadam Hussein contra la población kurda; también en la guerra de Irán-Irak y en ataques terroristas de Japón, en 1994 y 1995”, comparte a La Razón Dejan Mihailovic, profesor del departamento de Estudios Sociales y Relaciones Internacionales del Tecnológico de Monterrey.
Este tipo de armamento puede ser utilizado para eliminar o incapacitar al enemigo, con agentes que pueden ser de diversos tipos: sanguíneos, neurotóxicos o pulmonares, que tienen síntomas similares, pero que su velocidad de acción y efectos son determinantes para el objetivo del atacante.
Y es que el uso de armas de destrucción masiva permite disminuir la fuerza militar del enemigo, distraer su atención y derrumbar la infraestructura médica del país atacado. Pero los efectos van más allá del Estado, pues es la población civil la que resulta más afectada.
Como armas de destrucción masiva, las químicas pueden eliminar a más personas que las nucleares. Sin embargo, son las biológicas las más letales, ya que con una pequeña cantidad de bacterias se puede crear una epidemia de proporciones incontrolables.
Se trata de cualquier bacteria,
virus o toxina que cause
enfermedades infecciosas.
Estos agentes producen
efectos específicos
en sus víctimas y
crean terror e
incertidumbre
sobre sus
consecuencias.
Una sola
puede destruir
una ciudad entera
y poner en peligro
tanto el medio
ambiente, como la vida
de las generaciones futuras.
Sus efectos destructivos
se basan en la fuerza explosiva.
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