Tenía una gran cabeza olmeca pero con el fino bigote de José Alfredo Jiménez. Una estampa. Todos los meseros vestían de filipina menos él, que ostentaba unos trajes impecables y unas corbatas que parecían ligeramente ridículas alrededor de su portentoso cuello. Era el capitán de meseros, y sabía serlo.
Su nombre, según yo, no cuadraba con su imponente empaque: yo esperaba un Orlando, un Cuauhtémoc, incluso un previsible José Alfredo, pero él se llamaba René, cordial bisílabo. No era difícil establecer rápidamente una relación amable cliente-anfitrión con él, pues ése era su trabajo, pero no era nada fácil romper de verdad su rostro de piedra y provocarle una risa franca, bella, vulnerable. Sobra decir que para mí fue un deporte desamarrarle la cara con chistes malos y buenos y con un tuteo frontal que no tardó en ser amistad. Lo aprendí a querer, y creo que él a mí también.
Hablo de La Guadalupana, clásica cantina de Coyoacán que, lamentablemente, ha venido a menos. Hoy ha cambiado de lugar y tiene sospechosas sucursales aquí y allá, locales que buscan adherirse a una especie de ruidosa moda cantinera que inevitablemente enerva a los parroquianos de ayer. Deténganme si empiezo a hablar como un viejo, por favor, pero muchos bares de hoy se disfrazan de cantinas buscando conectar con el José José que supuestamente llevamos dentro. No se trata de cantar ni de ofrecerle el alma al primer interlocutor, sino de fundar un hogar sobre una mesa de formaica, de conversar sin interrupciones y de reconocer la altura culinaria de un chicharrón en salsa verde. Pero me desvío.
Hice, pues, una amistad con René. Me contó un poco de su vida y yo le conté un poco de la mía. Sólo un poco: relaciones así requieren la intuición del ritmo y la distancia, de la frecuencia. Yo veía a René un par de veces al mes, y a veces no había tiempo para conversar: me bastaba atestiguar su sedosa administración de meseros y mesas, su mano firme pero amable con el inevitable borracho, sus rápidos reflejos para solucionar problemas logísticos y sobre todo su invisibilidad, pues el capitán de meseros estaba sin estar, gobernaba en la sombra: su lugar estratégico era el aparte.
Cuál sería mi sorpresa cuando una tarde lo encontré vestido de filipina, como cualquier mesero. No me atreví a preguntarle nada y él parecía evitarme, así que tomé una mesa lejos de él. Su orgullosa cabeza parecía cortada de tajo sobre el moñito negro de la corbata: René parecía decapitado. La devaluación del gobernante era evidente, y no pude darle un solo trago al café exprés que se enfriaba frente a mí. Aparenté leer, no darle importancia al asunto, pero el asunto se imponía. ¿Qué había pasado? Salí de ahí cargando esa pesada interrogante, sin voltear a verlo.
La curiosidad me hizo volver dos días después y tomar una de las mesas que él llevaba. Nos saludamos y de inmediato él leyó en mis ojos la pregunta. Elaboró una sonrisa triste, resignada, y me dijo estas tres palabras: Me porté mal. No dijo más y yo no abrí la boca, se dio la media vuelta y siguió trabajando. Volví a salir de ahí rápidamente a pensar en su entrañable y de algún modo brutal confesión: Me porté mal. La gran cabeza olmeca profiriendo esas palabras de niño y encajándolas sin chistar. Me porté mal. Durante semanas mi cerebro se convirtió en una piñata apaleada por esas tres palabras. ¡Cuántas veces nos habremos portado mal!, ¡cuántas veces nuestro destino ha sido un rincón y unas orejas de burro!, ¡cuántas veces el hombre no es sino un niño entregado al mundo de la travesura!, ¡¿qué hiciste, René, para que así te degradaran?!
Tardé en regresar, por supuesto. Establecí una especie de metafísica del “portarse mal” que me abrumó, no supe si era un niño pensando como un adulto o un adulto leyendo las reglas del mundo desde un nuevo código mucho más básico. Un mundo imposible, sin matices, un gigantesco kindergarden. Odié al dueño de La Guadalupana, reconvertido en maestro de escuela con una amenazante regla de madera y una esposa golpeadora… Ya lo digo: tardé en volver, pero volví, sólo para encontrarme con una nueva sorpresa.
René ya no estaba. Ni capitán de meseros ni mesero ni garrotero ni nada: se había esfumado. La Guadalupana, con el jefe degradado, era un lugar distinto, pero sin él era un páramo. Su ausencia era grandota, brillaba. ¿Qué pasó con René?, le pregunté a otro mesero. Y su respuesta la sigo paladeando años después: Uy, no, René se portaba muy mal.