Para Julio Trujillo padre
La memorable frase que titula estas líneas es de Luis Cardoza y Aragón, uno de los primeros valedores del pintor jalisciense. Es probable que Cardoza tuviera en mente aquellos versos de “Altazor”: “Los cuatro puntos cardinales son tres: el norte y el sur”. De cualquier forma, fui a San Ildefonso a comprobar que el crítico de arte tenía razón. La exposición sobre Orozco termina mañana y les recomiendo ampliamente que vayan.
La exposición es muy recomendable por tres razones: porque es una excelente excusa para volver a la que fuera la Escuela Nacional Preparatoria, por donde pasaran tantos mexicanos ilustres y que hoy se encuentra en un perfecto estado de mantenimiento. Es imposible no recordar el “Nocturno…” de
Octavio Paz:
A esta hora
los muros rojos de San Ildefonso
son negros y respiran:
sol hecho tiempo,
tiempo hecho piedra,
piedra hecha cuerpo.
La segunda razón es la curaduría de la muestra, a cargo de Miguel Cervantes: las múltiples facetas del artista (dibujo, acuarela, gráfica, pinturas, tintas, caricaturas y, por supuesto, los murales) se muestran en perfecta organización conforme uno recorre, en movimiento espiral ascendente, los tres pisos del antiguo colegio. Se aprende mucho de Orozco y, simultáneamente, mucho de la construcción que alberga su obra. Son dos horas sin desperdicio, y podrían ser más si usted, excepcionalmente, fuera dueño de su tiempo y decidiera sentarse una media hora a admirar, por ejemplo, ese perturbador “Sacrificio humano” de 1947.
La tercera razón es poder evidenciar "las continuadas y tremendas luchas de un pintor mexicano por aprender su oficio”, como dijo Orozco de sí mismo en su Autobiografía. O, para decirlo en menos palabras y con originalidad cero: las tres razones para ir a ver esta magna exposición son dos: Orozco.
Sé que al describir uno de sus cuadros como“perturbador "habito un gigantesco lugar común, pero es que Orozco perturba y remueve las entrañas de principio a fin. “Atroz” es un adjetivo que le viene bien: su retrato de la naturaleza humana es exactamente eso, y si decimos que la visita a la exposición José Clemente Orozco. Pintura y verdad es una visita feliz, o estamos mintiendo o estamos siendo corteses con nosotros mismos. No hay que olvidar que el pintor vivió en tiempos de nuestra Revolución y de las dos guerras mundiales: el hombre como lobo del hombre es el trasfondo de su visión. Así que es desgarrador, sí, y violentísimo, pero no amargo. Es evidente una empatía del artista con muchos de los sujetos de sus obras, e incluso, aquí y allá, asoma un sano sentido del humor. Vuelvo a las palabras de su Autobiografía: “Lo mejor de mi existencia se ha desarrollado durante la época llamada revolucionaria y en esta ferozmente guerrera de convulsiones espantosas que muy bien pudieran terminar en parto de los montes, pero que de todos modos son de lo más divertido”. En esos días de encarnizada ideología, el único carnet que distingue a Orozco es el de su apasionada humanidad, y lo vuelvo a citar: “Los artistas no tienen ni han tenido nunca ‘convicciones políticas’ de ninguna especie, y los que creen tenerlas no son artistas”. Cuando leo que Orozco entrecomilla “convicciones políticas” me dan ganas de aplaudir.
También están ahí los bajos fondos, los burdeles y las cantinas en los que abrevaba con gusto. La capital, en ese sentido, ha sido siempre generosa: “Por la noche, la ciudad era algo fantástico. Los numerosísimos centros de juerga estaban atestados de oficiales del ejército huertista y de mujeres ligeras. Había capitanes de dieciocho años y coroneles de veinticinco”. Su pincel no descansaba (sin albur) y muchos de sus cuadros prostibularios nos recuerdan al Tolouse Lautrec del ajenjo y del Moulin Rouge.
Sus tintas me sorprendieron, sobre todo la serie titulada “La verdad” que incluye un “Diablo” portentoso. Pero también los retratos, como el de Enrique Corcuera o su “Autorretrato” de 1946, de ceño fruncidísimo tras sus característicos anteojos redondos. La agresiva seguridad de sus trazos, ya sea con lápiz, carbón u óleo, resulta contagiosa: uno quiere salir de ahí y rasgar algo, escribir, pintar o esculpir con el páncreas. Uno quiere irse corriendo a Guadalajara, al Instituto Cultural Cabañas, a ver de cerca a ese hombre en llamas para incendiarse también. O (más cerca) a Bellas Artes, a carcajearse con la puta de “Catarsis”. Tal vez eso fue lo que hizo Orozco: reírse en medio de la destrucción.
