Caritas

Julio Trujillo

Hay en esta ciudad dos clases de estudios fotográficos: los que tienen a Héctor Bonilla y los que no. Ya se sabe de qué hablo: esos lugares a los que uno acude a tomarse una foto (generalmente urgente) y cuyas paredes o mostradores están repletos de caritas.

Yo acabo de estar en un estudio que pertenece con sobrado mérito al rubro de los que tienen a Héctor Bonilla. De hecho, el Estudio Ysunza, junto al Teatro Insurgentes, es una galería de celebridades mexicanas. No recuerdo los nombres de cada uno de los actores y actrices que vi sonriendo en las paredes del local, pero creo que el concepto “Héctor Bonilla” los engloba a todos.

Ahora bien: esos famosos o se hicieron una foto de estudio y aprovecharon para hacerse una foto tamaño credencial o para pasaporte, o les urgía una foto tamaño credencial o para pasaporte y cayeron en las redes del señor Ysunza y terminaron por hacerse una foto de estudio. Lo cierto es que, además de la galería, ahí están sus caritas en formato ovalado o credencial o pasaporte. Y, recortados por dicho formato, los famosos dejan de serlo para convertirse en lo que he llamado “caritas”, pero incluso son menos que caritas: son nada, no-gente, contenidos impersonales de lo que de veras importa: el tamaño y la forma en que ha sido recortada la fotografía.

En los estudios que no tienen a Héctor Bonilla (son la mayoría) uno ingresa al pragmatismo de la convención: las caritas que cubren el mostrador o las paredes están ahí para que usted señale con el dedo y diga: quiero ésta para diploma, por favor. Uno mira más allá de la persona que habita esa foto para siempre (y que tiene una historia propia, compleja, irrepetible) y sólo reconoce la silueta de un suaje, la posibilidad de un documento.

Cuando uno sale del estudio, es probable que su propia fotografía pase a habitar ese mosaico de fantasmas del mostrador. Uno camina por la ciudad, vivo, aunque sintiéndose ligeramente vacío: una versión desprendida de sí se desvanece en un rectángulo de 3x2. La cara puede desaparecer, el modelo original puede morir, pero el formato permanece. Esto es el triunfo de la convención.

Digo “convención” para referirme a esos acuerdos que hemos pactado como sociedad para poder funcionar. Yo me pongo serio, me quito los lentes y miro a la cámara para que me tomen una foto que me identificará en el pasaporte. Pero yo, sin lentes, no soy “yo”: ¿cómo es posible que esa mentira sea justamente lo que me identifica? Es una convención.

Marilyn Manson se desmaquilla totalmente para identificarse en el documento: ha dejado de ser quien es para ser quien el documento dice que es. Héctor Bonilla no es Héctor Bonilla en una foto para credencial, y sin embargo esa credencial lo acredita como Héctor Bonilla.

¿Qué mundo es ese? ¿Qué limbo de simulacros se abre cuando nos sentamos voluntariamente en un banquito y posamos para ser despersonalizados y reproducidos? “No me parezco para nada”, “ése no soy yo” son frases que todos hemos pronunciado al ver una foto de nosotros para documento, pero ése es justamente el documento que sanciona nuestra identidad. Ahora bien: ¿cómo hemos de identificarnos si no así? Un interrogatorio de diez horas no bastaría para demostrar que yo… soy yo. ¿Qué nos hace ser nosotros y nadie más? ¿Cómo demostramos de manera irrebatible los rasgos esenciales que nos hacen únicos? Uf, no, mejor tómeme una foto tamaño credencial.

Me aterra pensar que una ciudad es, básicamente, un mosaico gigantesco de caritas. El poeta T. S. Eliot ha trabajado esta aterradora sospecha en poemas espléndidos como “Los hombres huecos” o “La tierra baldía”: metrópolis por las que desfilan, de manera más o menos automática, espectros funcionales, convenciones. Una isla es habitada por proyecciones perfectas de gente, es decir por simulacros, en La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares. ¿Pero no somos todos, al formarnos en la fila del banco, caminar por las banquetas, detenernos en los altos, correr temprano en los parques, ponernos traje y corbata y esperar nuestro turno… un poco los fantasmas de caras deslavadas y anónimas del mosaico? ¿No habitamos todos, al tiempo que dejamos de ser nosotros, un formato específico?

Platico de todo esto con una amiga y nos quedamos viendo como si quisiéramos afirmarnos y no desaparecer. Determinar, ahí, en la mesa en la que estamos, nuestra mismidad, luchar contra los fantasmas que nos chupan la sangre desde una esquina de la credencial de elector, de la licencia de conducir. Nuestros rostros combaten a muerte, en esa mirada, contra nuestras caritas. Yo digo que apostemos por nosotros.

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