Bertrand de la Grange
El suicidio, la semana pasada, de una adolescente de 16 años ha despertado la indignación en Marruecos contra una artimaña legal que permite a un violador escapar a la cárcel si se casa con su víctima. Amina Filali fue agredida sexualmente hace un año por un vecino en la zona rural donde vivía, cerca de la pequeña ciudad de Larache, en el norte del país. Las familias, muy pobres ambas, llegaron a un acuerdo: el padre de la adolescente retiraría la denuncia contra Mustafá Sallak, diez años mayor que ella, si éste se casaba con su hija.
Así se evitó, supuestamente, una deshonra mayor para la familia. A cambio, el verdugo se salió con la suya: consiguió una esposa y se ahorró la condena de 10 a 20 años de cárcel que dicta el Código Penal por la violación de una menor. Para Amina, que no fue consultada sobre ese pacto infame, empezó entonces un verdadero infierno: se fue a vivir con su marido a la casa de los suegros, que la maltrataban, y cuando intentó volver con su familia, en busca de protección, fue rechazada. Aguantó un año. Cuando no pudo más, agarró un bote de matarratas, ese cianuro del pobre que nunca falta en el campo. Y tragó lo suficiente para acabar con su vida. Al llegar al hospital, Amina logró contar que había sufrido una última agresión del marido violador cuando estaba ya bajo los efectos del veneno.
Ahora sí, los padres de la chica se han atrevido a presentar una denuncia ante la justicia.
Esa tragedia está provocando en Marruecos una conmoción que algunos activistas de derechos humanos empiezan a equiparar con los efectos de la inmolación por el fuego de Mohamed Bouazizi, el vendedor callejero de Túnez cuyo sacrificio desencadenó manifestaciones masivas y la caída de la dictadura de Ben Ali. La comparación es excesiva, porque si bien la muerte de Amina ha tenido un enorme impacto social, las protestas parecen limitarse a los sectores más educados de la sociedad. Además, en este caso, no se trata de una movilización contra el régimen del rey Mohamed VI, sino de una lucha contra unas tradiciones oscurantistas que se reflejan en las leyes.
El artículo 475 del Código Penal, que fue la tabla de salvación del verdugo de Amina, está en el centro de la polémica actual. Ese texto, incluido en 1963 para proteger los valores tradicionales de la familia en los casos de violaciones de menores, ha servido en realidad para legitimar a posteriori las agresiones sexuales, con la venia de unos jueces imbuidos de cultura machista. Lo paradójico es que esto pase en uno de los países árabes que más ha avanzado —con Túnez— en la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Con el Código de Familia en vigor desde 2004, la mudawana, los hombres ya no pueden repudiar a sus esposas como antes, se establece la pensión alimenticia en caso de divorcio y se reglamenta de manera más estricta la poligamia. Salta a la vista la contradicción entre el espíritu aperturista de la mudawana y la aplicación retrógrada del artículo 475.
El nuevo gobierno, que encabeza el islamista Abdelilá Benkiran después de triunfar en las urnas el pasado noviembre, ha tomado cartas en el asunto con unas declaraciones sorprendentes que hubieran podido suscribir las asociaciones feministas. Según su portavoz, Mustafá Halfi, “la joven [Amina] fue doblemente violada: cuando fue violada sexualmente y tras ser forzada a casarse con su violador”. El mensaje está claro: no toleraremos esas prácticas que no tienen nada que ver con el islam. Es una manera hábil de desactivar una polémica que tanto necesita la oposición para relanzar la movilización popular, muy de capa caída, a favor de un sistema realmente democrático. Queda por ver si los islamistas se atreverán ahora a modernizar un Código Penal que sus antecesores en el poder y el propio rey no quisieron tocar. O si se trata sólo de un ardid mientras amaina la indignación.
En cualquier caso, la reacción de la sociedad marroquí ante la tragedia de una chica de 16 años indica un profundo deseo de cambio. La mayoría de la población, es cierto, se mantiene al margen, por temor a la policía secreta y por desconfianza hacia los dirigentes políticos. Las familias de Amina y de su verdugo son simples espectadores de sus desgracias, como todos sus vecinos condenados a una pobreza abyecta. Por primera vez, sin embargo, sus historias han copado durante varios días los noticieros de la televisión nacional. Ya existen.
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