In memoriam por mi amigo

Julián Andrade

Hace justo dos días, Jorge Carpizo me dijo que se iba a operar de una hernia. “Nada complicado”. Conversé con él antes y después de la grabación de Derechos en Punga, que conduce Gerardo Laveaga en Efekto TV.

Curiosamente yo también lo había entrevistado para otro programa de televisión en el que Carpizo habló de la necesidad de contar con un buen periodismo, ajeno a las malas prácticas y a las mentiras que tanto daño le hacen a la vida pública mexicana.

Jorge les mandó saludos a Carlos, Guillermo y Ana, mis hijos, a Leonor, mi esposa, y recordó cuánto los admiraba y quería.

Fue la última vez que hablé con quien fue mi maestro, pero ante todo mi amigo.

“Julián es como mi sobrino” solía decir a propios y extraños y recordaba el tiempo en que mi madre, Teresa Jardí, lo acompañó en una de sus encomiendas más difíciles, la Procuraduría General de la República.

El viernes por la tarde recibí una llamada de Héctor Aguilar Camín, quien tenía un rumor tremendo que quería confirmar: ¿El doctor Carpizo estaba muerto?

De inmediato, por desgracia, confirmé que no había rumor alguno y que Carpizo, uno de los intelectuales más importantes, había muerto por una complicación posoperatoria.

Lo que no pudieron hacer los narcos y todos sus enemigos, lo hizo una pinche hernia, de la que “nadie se muere” pero él sí.

La sorpresa es tremenda, como suelen serlo todas las muertes y más aún cuando se trata de referentes históricos y políticos.

Un repaso de la vida pública de Carpizo da cuenta de la extensión de sus intereses y de su influencia en la vida mexicana: rector de la UNAM, ministro de la Suprema Corte, presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, procurador General de la República, embajador en Francia y, sobre todo, escritor de alguno de los libros más importantes para entender el presente y pasado, como El presidencialismo mexicano.

Todo esto lo hizo desde una perspectiva liberal y comprometida con el progresismo.

Tuve el privilegio de estar cerca de él, de asistir, de tanto en tanto, a las cátedras de política en las que se podían convertir los desayunos o las comidas en su casa.

Carpizo solía decir, con una gran convicción, que México es un país con una gran fortaleza histórica y que por ello era capaz de remontar enormes dificultades.

Veía con preocupación, sin embrago, lo que ocurría en materia de seguridad y solía recordar que con un buen trabajo de inteligencia policial se podía evitar la violencia, como ocurrió cuando grupos especiales, bajo su conducción, detuvieron a todo el estado mayor del Cártel del Golfo y a alguno de los hermanos Arellano “sin disparar un tiro”.

Insistía en que la defensa de los derechos humanos era la base de cualquier trabajo policiaco moderno y rechazaba que se requiriera trabajar al filo de la ley para lograr el objetivo de garantizar la seguridad ciudadana.

Para mí, como para tantos otros, fue un referente de servidor público y de intelectual comprometido con su tiempo.

Pero quizá lo que marcó para siempre mi vida, fue escribir junto a Carpizo Asesinato de un Cardenal, el libro en el que narramos, de modo puntual, cómo es que murió uno de los más importantes jerarcas de la Iglesia en Guadalajara en el lejano mayo de 1993.

Durante dos años revisamos cada recoveco del caso y creo que, gracias a la disciplina de Carpizo, el texto es un gran ejemplo de periodismo de investigación.

Lo voy a extrañar, no cabe duda, y siempre voy a recordar su solidaridad en los momentos difíciles y su apoyo constante. Pero más aún, sus lecturas compartidas, la música, la comida y esa felicidad por vivir, como decían los griegos.

Alguna vez, caminando hacia el estadio de CU mis hijos me preguntaron si en el edificio de la Rectoría “fue en el que trabajó Jorge”. No sólo eso, podría decir hoy, ya que construyó una idea distinta y poderosa de nuestra universidad pública y recordó que sus valores son ejemplo del país al que debemos aspirar.

julian.andrade@3.80.3.65

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