Karla
El lunes pasado vinieron a mi departamento La Bayonesa, Lulita, Gargantilla y La Supina a ver el partido de México frente a Croacia. Todas estábamos de “verde que te quiero verde” —lorquiano gesto frente a la pantalla de 42 pulgas, regaló de mi tío Macedonio—, atribuladas y nerviosas como potrancas de escuadrón, sudando a más no poder y gritando, escandalizando en el segundo tiempo por los goles de Rafa, Guardado y Chicharito.
¡Ay!, Dios mío qué cabezada tan sexy la del capitán, cara de niño. Y Guardado ya no escatimó nada y todo lo metió en la portería, y Chicharito pequeño, pero pujante: en la cama debe ser caliente ese niño tapatío. Contundente victoria de los pupilos de Herrera (es verdad que se parece un Piojo): Tres a uno que celebramos con empanadas de camarones que trajo La Bayonesa, y cervezas que cargó La Supina.
Y después la marea del Ángel: me puse las mallas de cenefas moradas y salí al tropel verdecido de gritos por toda Reforma y sus alrededores. Me manosearon por donde quisieron. Me amasaron toda. Me columpiaron en la ola fanática del triunfo. México debe seguir ganando: lo mejor es esto de la conmemoración manifiesta, esta posibilidad de sentir en la grupa todas las manos posibles. La Bayonesa ligó un morenazo de Iztapalapa que transpiraba como potro de caballeriza jalisciense; Lulita cantaba “Cielito lindo” y varios muchachos uniformados de prepa le acicalaban la mandrágora: ella feliz en la pasión piojera de “canta y no llore”; Gargantilla merodeaba los aposentos de las vallas y un tipo la tenía contra un ángulo lateral, presa, la pobrecita, de semejante bulto erecto en su trasero oaxaqueño.
Terminé en una cantina del Centro entre borrachos concordados a las patadas, quienes discutían de la desventura de España y de la técnica apabullante de los teutones. Dije que iba al baño, y escape de esa horda políglota trashumante, ensimismada frente a la pantalla. Salí al suspiro del anochecer. Abordé Donceles como toda una dama de alcurnia con mis mallas japonesas de espirales y mi peluca pop art imitación Andy Warhol. Me encanta la procacidad de los machos mexicanos: te miran con deseo transversal, te socavan las tetas y desbordan sus pupilas sobre los flanco: saben del embozo de una, pero parece que eso los excita: yo me contoneo mucho más cuando los veo casi babeante tras de mí frotándose las entrepiernas con sus manos todavía manchadas por el tizne de la plomería.
En la esquina de mi corazón tengo escondido el deseo. En los recodos de mi corazón se cobija una demencia interpolada de claveles maltrechos. Allí, las tonadas se arremolinan, se muerden unas a otras (“Las penas que a mí me matan / son tantas que se atropellan / y como de acabarme tratan, / se agolpan unas o otras / y por eso, no me matan”: Sindo Garay) y me pongo sentimental y cursis. Estaba lacrimosa, parecía una adolescente ante la culpa después de explorar su vagina virgen en la ducha. La noche se empinaba sobre los meandros de la Zona Rosa. Lloraba yo sobre las baldosas de Niza y mis mocos corrían hasta Liverpool. Lloraba: me sobrevino el deseo de un macho campirano de rancio olor; nada ni por aquí ni por allá: todo el mundo, más o menos, andaba en lo mismo: una excitación sicalíptica deambulaba por Génova y Florencia. Una patrulla aminoró la marcha, escoltaba mi trote por la banqueta, el copiloto azul me desvistió de arriba abajo con su inmunda ojeada de policía anhelante: guardé bien en el brasier media copa, imitación Leonisa, los quinientos que había traído por si acaso. Siguieron, no me hicieron caso los agentes del orden.
Me asomé por La Botica, de Amberes: los gais mezcaleros bailaban un jarabe: me dio güeva, continué ojerosa mi rumbo; en el Nicho Bears, de Londres, unas mariposas se restregaban escuchando a Shakira: seguí de largo apresurada y presta; en El Taller, de Florencia, un cadenero fortachón veracruzano no me dejó traspasar la puerta; la Suite Bar, de Amberes, estaba más animada y me tragué una Margarita con sed de camionero de la autopista México-Querétaro. Pero quería llorar y me salí al paseo, a la cobija de la noche.
Otra vez camino a la soledad de mi casa. Otra vez en la yerma ruta suscrita por una ranchera triste y un bolero-tango de amores traidores en ondulada prosodia imitando a Benedetti. Llegué a mi departamento de la Portales: refugio de clase media con alquileres todavía asequibles para una pobretona afligida como yo. Me comí una empanada sobrante del festejo futbolero de la tarde. En el balcón de enfrente, Lucio, el vecino contador, tomaba el aire de la madrugada: nos saludamos con curiosas miradas vagabundas. En la raya oblicua del ansia decidí recurrir a Onán amparada por los cuatro vientos. Lucio cerró la contrapuerta de su mirador: me dejó sola bajo el sopor mortecino de la aurora.