Rafael Rojas
La rescritura de la historia no es un asunto exclusivo de historiadores revisionistas o críticos, que se enfrentan al relato oficial. Esa necesidad de volver a narrar lo narrado, alterando el pasado que se cuenta e inclinando la memoria a las simpatías ideológicas del presente, también la siente el poder, específicamente, el poder del Estado. La historia oficial es, también, historia rescrita.
Lo observamos en estos días en Argentina, cuando la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, en medio de una profunda crisis política, ha decidido erigir un monumento a Hipólito Yrigoyen y a Juan Domingo Perón, frente al obelisco de Buenos Aires, en el cruce de las avenidas Corrientes y 9 de Julio. El obelisco, construido precisamente a mediados de la llamada “década infame” de la historia argentina, posterior al golpe de Estado de 1930, se convertiría, con esas esculturas, en otro texto de historia patria.
El interés del gobierno es amigar dos figuras del pasado argentino, ubicadas en polos opuestos de la historia política: el radicalismo y el justicialismo. Hipólito Yrigoyen fue un político civilista, de la Unión Cívica Radical, que llegó al poder por sufragio universal en 1916 y que, cuando iniciaba un segundo mandato discontinuo, a fines de los 20, fue derrocado por una junta militar, encabezada por el general José Félix Uruburu. En ese golpe intervino el oficial Juan Domingo Perón, quien pronto se convertiría en miembro del Estado Mayor del Ejército y en la figura clave de la historia argentina del siglo XX.
Yrigoyen y Perón han representado, tradicionalmente, antípodas en esa historia, pero en las últimas décadas, con la transición a la democracia y, a la vez, el afianzamiento de un neoperonismo de izquierda, se percibe una tendencia a mezclar esos legados contrapuestos. A la presidenta le interesa unir esas dos figuras frente al obelisco para legitimar su peronismo, sin dejar de rendir honores a la vocación democrática que personifica Yrigoyen. En México sería como levantar un monumento a Madero, junto a Cárdenas, aunque éste último no fue nunca un general golpista.
La presidenta, en medio de la crisis generada por el escándalo de corrupción que involucra al vicepresidente Amado Boudou, intenta apropiarse de las figuras de Yrigoyen y Perón, como víctimas de la infamia de sus enemigos, que, injustamente, los acusaron de “estupro” y los “acosaron” desde los medios de comunicación. Pero lo ha hecho partiendo de una idea heroica y triunfalista de la historia, según la cual, los opositores de Yrigoyen y Perón habrían sido justamente olvidados por los argentinos.
La presidenta piensa que el olvido es el castigo que la memoria popular aplica a los “traidores”, es decir, a los “detractores” de Yrigoyen y Perón. Sólo que a la presidenta se le olvidó recordar que Perón fue un detractor de Yrigoyen, por lo que la regla no siempre se cumple. Sobre todo, no se cumple cuando el poder se propone hacer uso de la historia nacional para su legitimación inmediata.
rafael.rojas@3.80.3.65