Leonardo Núñez González
En 1707 Inglaterra, Gales y Escocia firmaron el Acta de Unión, mediante la que los reinos decidieron unirse en uno solo: Reino Unido (Irlanda fue parte hasta 1800).
307 años después el reino podría fragmentarse con la posible separación de Escocia. El próximo jueves 18 de septiembre la población mayor de 16 años de Escocia tendrá la posibilidad de votar en un referéndum que plantea la siguiente pregunta: “¿Debe ser Escocia una nación independiente?”.
La relevancia de la cuestión no es menor. Escocia representa una tercera parte del territorio de Reino Unido, ocho por ciento de la población total y poco más de nueve por ciento del PIB inglés (en términos económicos sería como si el Estado de México se separara del país). Además, Escocia tiene posibilidades económicas para ser autosuficiente: es el mayor productor de petróleo de la Unión Europea y cuenta con centros financieros de primer orden, como Glasgow y Edimburgo.
El tema fue puesto en agenda desde las elecciones de 2011 del Parlamento escocés, cuando Alex Salmond, del Partido Nacional Escocés, fue elegido como el Ministro Principal con una campaña abiertamente independentista. El gobierno inglés mantenía la confianza en que la visión secesionista no era mayoritaria entre la población en general. La firma internacional de seguimiento YouGov reportaba 22 puntos de diferencia entre los que apoyaban la unión y los que no. Sin embargo, después de un intenso debate del Ministro escocés con el líder parlamentario de la oposición, que fue transmitido por la BBC, las opiniones cambiaron. La semana pasada la misma compañía publicó en The Sunday Times que la opinión por la separación estaba por primera vez en ventaja (51 por ciento contra 49 por ciento).
Sólo hay una certeza: si el voto por el sí gana, Escocia podría separarse legalmente de Reino Unido. Esto es así debido a que en Reino Unido no existe formalmente una Constitución escrita que prohíba o limite este tipo de acción, sino que las leyes que emanan de los cuerpos legislativos, dado que tienen su sustento en la centenaria tradición democrática inglesa, pueden transformar la nación al no haber, prácticamente, asuntos incuestionables o inamovibles.
No tener una Constitución no equivale a no tener ley, sino que la tradición y los mecanismos democráticos hacen que las decisiones del gobierno puedan ajustarse continuamente a la realidad. Por siglos esta particularidad del sistema inglés ha llamado la atención internacional. Nuestros políticos y abogados estarían muy confundidos en un Estado que no se ordena a partir de una constitución escrita, sino en el que las leyes deben ser acordes a la realidad y deben cumplirse.
Ante el aniversario de nuestra independencia y la posible anexión de otra celebración independentista en la misma semana, valdría la pena pensar en el papel que desempeña una Constitución: a veces un gobierno sin una puede dar más certezas legales de las que uno que sí la posee. Mucho depende de las capacidades del gobierno para ejecutar sus decisiones.
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