Carlos Urdiales
Con el reciente deslave en Santa Fe, se descubren historias añejas y singulares que van más allá de cuando Manuel Camacho, regente salinista del Departamento del DF (y Marcelo Ebrard, su segundo), hacían y deshacían a partir del
monopolio político priista.
Santa Fe es hoy una aspiración urbana de modernidad y plusvalía con pies de lodo que se desmorona por falta de planeación y continuidad institucional. La alternancia política que implicó el asentamiento de la democracia en la capital, no llegó acompañada de mejores administraciones ni a nivel central, ni delegacional.
El pueblo vecino del mismo nombre se fundó en el siglo XVI por Vasco de Quiroga para albergar indígenas. Por ahí se iba al Estado de México; por eso el Camino Real a Toluca, por cierto, fue el primer andador de cuota. Pero la zona que abarca a las delegaciones Cuajimalpa y Álvaro Obregón es más recordada por las grandes minas de arena que alimentaron a la pujante industria de la construcción durante los años del desarrollo estabilizador.
Así se erige Santa Fe: arenero creador de cráteres fantásticos, agujeros de hasta 4 por 2 kilómetros de superficie y 100 metros de profundidad en algunos puntos. Luego, para tapar las oquedades se convirtió en un inmenso relleno sanitario o basurero (“Los tiraderos de Santa Fe”).
Esta historia explica lo complejo que resulta la introducción de líneas de agua potable por el peligro de contaminación por lixiviados. Asimismo, la debilidad mecánica de estos suelos dificulta el tema del drenaje, ya que los asentamientos rompen tuberías y aumentan los riesgos de otro daño ambiental.
Pese a lo anterior y que varios estudios para desarrollar la zona concluían que no era un área apta para uso habitacional, en la década de los 80 y principios de los 90, los sueños primermundistas de jóvenes políticos que llegaron al poder menguados en su legitimidad, pero sincronizados para no dejarlo al menos durante cuatro sexenios, ignoraron la historia y decidieron construir otra, la suya.
Santa Fe con su fideicomiso tomó forma relativamente rápido. Grandes inversionistas y fraccionadores fueron convidados a la fiesta, al negocio.
Se taparon los rellenos sanitarios, se desalojaron y reubicaron a los pepenadores, se escondieron las casuchas miserables pero inamovibles, se incentivó a grandes corporativos para que se mudaran hacia allá; un gran centro comercial imán de clases medias en ascenso, una universidad privada (la Ibero), que encontró a precio de regalo los terrenos que le permitieron salir de sus derrumbadas instalaciones en el sur de la ciudad, túneles enormes. Se prolongó la Avenida Paseo de la Reforma para que su prosapia barnizara el desarrollo, se comunicó con estrechas y pésimas vías a la nueva zona, con la vieja y campirana Cuajimalpa, la cual gracias al descaro lopezportillista, ya lucía mansiones dignas de reportajes.
Santa Fe se imaginó, luego se construyó. Tan solo el año pasado en Cuajimalpa se registraron 14 deslaves. Camacho Solís y sus colaboradores, en especial Juan Enríquez Cabot, idearon un proyecto que en teoría era similar a la ultramoderna zona de La Défense en París.
Su importancia es hoy indiscutible, su plusvalía no. La zona es un nudo vial, quienes ahí viven pagan el impuesto predial más caro de toda la capital y la calidad de vialidades y servicios no es recíproca. Hasta ahora hay afectados, pero no responsables.
El desgajamiento del talud contiguo al conjunto Vista del Campo fue alertado desde 2002 por la empresa TGC Geotecnia. Responsabilidades entre autoridades local, delegacional y desarrolladores, quedarán sepultadas por el tiempo y las ganas de ser y hacer en donde se sabía, no debían. Y la historia continúa.
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