Hablemos de beisbol

Foto: larazondemexico

Son días de beisbol, y lo agradezco. ¿Debería estar escribiendo sobre los mil y un temas que el trágico terremoto hizo surgir? ¿Sobre la locura secesionista de algunos catalanes? ¿Sobre Las Vegas? ¿Sobre política mexicana, ese rubro que tiene la capacidad de oscurecerme instantáneamente? Tal vez, pero han sido tantas las malas noticias que una pausa para admirar y gozar de ese deporte, que es más que un deporte, no viene mal.

¿Por qué es más que un deporte? Por muchas razones. La primera de ellas es que no es esclavo del reloj. Al igual que el tenis (otro deporte que se trasciende a sí mismo), el beisbol dura lo que dura. Su tiempo es el tiempo de la fiesta, que acaba cuando se acaba (comienzo a usar el lenguaje de Yogui Berra). Es, en fin, un poco como la vida misma: sabemos que terminará pero no hay un cronómetro contra el cual vivir, y entonces vivimos mejor. “Quien aprende a morir —decía Montaigne— desaprende a servir”. El beisbol sabe morir, y no es siervo de nada. Esta cualidad, curiosamente, es el principal argumento de sus detractores: les parece aburrido, como si vivir lo fuera.

Otra razón es su singular circularidad: la manera de anotar. Para hacerlo, el pelotero debe volver al lugar del que partió, conocido como home. Su periplo por la primera, segunda y tercera bases, para finalmente regresar a la “casa” de la que partió, es también parecido a la vida, y aún más a la ficción, pues ese hombre no es sino Ulises intentando regresar a Ítaca. ¿Qué lo espera allá afuera? Todo tipo de contrariedades: nueve enemigos harán todo lo posible porque nuestro héroe no regrese al hogar. Cíclopes, monstruos, espejismos y engaños para impedir su odisea. ¿Cómo puede ser aburrida esa aventura, en la que nuestro hombre robará si es necesario para avanzar un poco más? Ningún otro deporte establece ese simbólicamente perfecto peregrinaje, esa circunnavegación para anotarse un tanto.

Una tercera razón es la soledad de los peloteros, que parece desvanecerse en la idea de equipo pero no es así. Cada función es única y estable: nadie anda corriendo de aquí para allá. Ya mencionamos la soledad del bateador, que luchará contra el mundo, pero cualquiera de los otros peloteros también está instalado en un soliloquio tenso y de gran concentración. El receptor: dictando el álgebra del juego. El lanzador, enfocado como un halcón en su serpentina. Todos y cada uno de ellos son entidades únicas con un discurso diferente. Los jardineros, en especial, son embriones de filósofos, o de pastores bucólicos. Rodeados por una campiña verde, solísimos, piensan, enredan silogismos, leen el cielo a la espera de que lo surque un meteoro. Nada ilustra mejor ese estado de ensoñación-reflexión que un famoso cuadro de Abel Quezada titulado, inmejorablemente, El fílder del destino. La vida es, como escribió el poeta Alberto Blanco, “andarla fildeando”.

Su complejo sistema estadístico, siempre cambiante; su lenguaje interno; sus herramientas (un palo, una piedra, un guante); su ritmo de pausas y estallidos; sus estrategias de guerra; su contexto de parque y diamante, su primigenia arcilla; su vestimenta tan deliciosamente parecida a una pijama… Podría hacer la loa de este sublime deporte por horas y horas, pero el espacio se acaba y estamos en la inminencia del otoño: hay mucho beisbol que ver.

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