Los antiguos mexicanos usaban espejos redondos de obsidiana perfectamente pulida para reflejar sus rostros. Sin embargo, se supone que también los utilizaban para rituales adivinatorios ligados al dios Tezcatlipoca. Uno de ésos llegó a Europa poco después de la conquista española y ahora se puede admirar en una vitrina del Museo Británico. El objeto es célebre porque fue propiedad de John Dee (1527-1608), astrónomo, científico y asesor de la reina Isabel I, quien lo usó para adivinar el futuro, invocar a los espíritus y comunicarse con los ángeles.
Los espejos de obsidiana se siguen fabricando y se pueden encontrar en tiendas de piedras finas. De acuerdo con los oculistas, lo que uno observa en ellos –si uno mira con atención y con las ganas de creer en este tipo de cosas– es la imagen de su alma, es decir, del yo oculto por las imágenes prístinas que nos ofrece un espejo común y corriente. Se trata de una experiencia de autodescubrimiento que está subrayada por la negrura subyugante de la piedra.
En una traducción, un texto emigra a otro idioma. Las palabras ya no son las mismas, pero lo más intrigante es que los significados tampoco lo son. Cada palabra tiene un significado bordado por el resto de las palabras del idioma al que pertenece. Por ejemplo, la palabra española “casa” puede tener coincidencias con la palabra inglesa “house” o con la francesa “maison” y estas coincidencias permiten traducirla a esos dos idiomas por medio de esas dos palabras, pero siempre hay algo que se pierde en el paso de uno a otro idioma. No es esta pérdida, sin embargo, lo que me resulta más intrigante, sino su opuesto, es decir, las sorprendentes ganancias semánticas que se obtienen en el tránsito de un idioma a otro. Es por ello que cuando uno traduce un poema lo que se obtiene, inevitablemente, es otro poema y, el mismo, como si estuviera reflejado por un espejo de obsidiana.
Hay teorías de la identidad personal que afirman que ésta depende esencialmente de una narración contada por el ser humano en cuestión. Lo que nos hace ser una persona en lo particular no sólo es nuestro cuerpo, que ofrece un conjunto limitado de características físicas, sino todo lo que nosotros contamos acerca de nosotros mismos a quienes nos escuchan. Me parece que todas las teorías de la identidad personal tienen dificultades y que la narrativista no es la excepción. Sin embargo, la idea de que nuestra historia individual puede trasladarse me resulta interesante. Si queremos conocer nuestras posibilidades tenemos que buscar nuestro reflejo en el espejo de obsidiana. Y no me refiero a una pieza de dura piedra, sino al rostro de aquella otra persona que nos escucha cuando le ofrecemos nuestra versión de quienes somos.

