Hace algún tiempo leí con sorpresa el libro Conversaciones con Picasso, de Brassaï, el gran fotógrafo que inmortalizó el París de los años treinta y cuarenta. Me sorprendieron la agilidad narrativa y la buena prosa de Brassaï: su libro es una delicia de lectura, un retrato perfecto de aquel París tomado por los nazis y de la rica resistencia cultural que se gestó, en gran medida, alrededor de la figura de Pablo Picasso. No tardé en entender la cualidad narrativa en la obra fotográfica de Brassaï así como la facultad fotográfica de su prosa: son una y la misma cosa.
En la magnífica exposición Brassaï, el ojo de París, en el Museo del Palacio de Bellas Artes (vayan, está hasta el 16 de junio), se puede atestiguar el talento del fotógrafo para escenificar y contar, como si sus imágenes conversaran, y aunque sus temas son muy variados, se concentran en esa ciudad que Walter Benjamin llamó la capital del siglo XIX. Es un París casi mítico que conocemos por miles de referencias, libros e imágenes que le dieron un sabor de leyenda. El ojo de Brassaï contribuyó en gran medida a inmortalizar sus calles y personajes, y vale mucho la pena ver de cerca esos fascinantes iconos de un mundo que pareció existir
en blanco y negro.
París de día, París de noche (título del más célebre de los libros del fotógrafo), los bajos fondos (particularmente caros para Brassaï y escenarios de una bohemia pura y dura, que bien pudo ser narrada por Henry Miller), las fiestas de la clase alta, los personajes (todos, con dos retratos particularmente bellos de un joven Dalí), la calle y su gestualidad: todo es captado por una lente que supo mezclarse y desaparecer en el ruido y la furia de aquellos días. Pensemos en un hombre frente a un tripié que requería de minutos y horas para montar y captar la escena deseada, en un artista de la luz y sus caprichos, en un enemigo de la espontaneidad: Brassaï es casi un dramaturgo y cada una de sus fotos es una pequeña representación u obra muy ensayada y llenas de acotaciones en busca del perfeccionismo.
Habiéndose negado a colaborar con los alemanes, Brassaï no pudo ejercer abiertamente su trabajo y fue gracias al ubicuo Picasso que en aquellos meses pudo ganar algo de dinero, fotografiando las esculturas y el estudio de aquél. Esa vida un tanto underground y subversiva descuella en las imágenes del fotógrafo, y uno sale de la exposición con ganas de tomarse un clandestino ajenjo y con la mira agudizada de tal manera, que todo en los alrededores de Bellas Artes parece una fotografía de Brassaï.
Ésa es su mayor enseñanza: que todo, según se le mire, es digno de su propia iconografía. Lo que hay que hacer saliendo de ese mundo ido es ir directamente a la cantina La Ópera e imaginar que uno sigue atrapado en los cuarenta, intrigando alguna travesura con Jean Genet y esperando que el mundo se transforme para siempre y ser lo que es hoy, cuando todos somos fotógrafos con nuestro teléfono.

