POST “ELECTORAL”

Humo blanco

Patricio Ballados. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón
Patricio Ballados. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón Foto: larazondemexico

La muerte del Papa Francisco marca el fin de una etapa de un renovado liderazgo al frente de la Iglesia católica. En especial, en el presente contexto se debe reconocer su incansable defensa de los migrantes a la luz de la escalada en su contra. Pero mientras la Iglesia despide a su guía, el mundo vuelve los ojos a Roma, donde comienza uno de los procesos electorales más antiguos y enigmáticos de Occidente: el cónclave.

El procedimiento para elegir a un nuevo Papa está lleno de tradición, secreto y simbolismo. En términos de diseño electoral, se trata de un procedimiento que ha pasado la prueba del tiempo y ha permitido a la Iglesia católica tener sucesiones sin rompimiento desde hace por lo menos mil años con casi un centenar de renovaciones.

Las reglas de la elección han variado muy poco a lo largo de los años. Quizá las dos modificaciones más relevantes son el padrón de electores y la regla de consenso. En 1970 se estableció que únicamente los cardenales menores de 80 años puedan votar, con el propósito de tener una visión de más largo plazo para la evolución de la institución. El segundo cambio relevante, optó por un sistema de mayoría calificada de dos terceras partes (interrumpida durante cerca de una década a finales del siglo XX). Quizá ésta sea la mayor aportación a los sistemas electorales para democracias altamente divididas. Al asegurar un consenso de por lo menos 66 por ciento de personas provenientes de todos los rincones del mundo y con culturas e intereses muy diversos, se favorece el diálogo y la negociación que permite a la Iglesia salir intocada en su unidad de sus procesos sucesorios.

En el presente cónclave, 124 de los casi 240 cardenales tendrán oportunidad de elegir al sucesor de Francisco. Se encerrarán en la Capilla Sixtina sin contacto con el mundo exterior —sin teléfonos, sin redes, sin prensa— y jurarán bajo pena de excomunión guardar confidencialidad absoluta. Se vota hasta cuatro veces por día, en una rutina que mezcla lo solemne con lo humano: desayunan, rezan, votan, almuerzan, vuelven a votar. La película Cónclave lo ha relatado de forma nítida.

No faltan las anécdotas: en el cónclave de 1268 en Viterbo, los cardenales tardaron casi tres años en decidirse. El pueblo, harto, les retiró el techo del palacio y redujo sus raciones a pan y agua hasta que eligieran a Gregorio X. El término fue utilizado por los ciclistas profesionales en la época máxima del dopaje para referirse a sus colegas que no recurrían a sustancias prohibidas, a quienes se decía rodaban “paniagua”.

Este ritual tiene ecos de la novela Los Reyes Malditos de Maurice Druon, donde el poder se disputa en cámaras cerradas, entre pactos, traiciones y silencios. Pero a diferencia de esas intrigas medievales, el cónclave es también un signo de continuidad institucional y una muestra de reglas institucionales, que permiten el gobierno de una comunidad de fe que agrupa a más de un billón de personas.

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Javier Solórzano Zinser. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón