LA UTORA

Un camino de supervivencia: oír el agua

Julia Santibáñez. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón Foto: larazondemexico

“El rumor de la selva no se interrumpe. Es uno solo pero hecho de miles de voces. Cada una siguiendo su canto singular. [Antonio] entiende que la selva es, también, esto que está escuchando. ¿Qué? ¿Una conversación enorme? No sólo el montón de árboles y animales sino algo inmaterial entre ellos. Una relación. O muchas”. Me fascina: todos los seres de la espesura están vinculados. Entretejidos.

Desde la Conquista miramos la naturaleza como un otro, segundo en importancia, que no siente, piensa ni se comunica. Este sistema incuestionable afirma: la o el distinto amenaza. Es peligroso. Por eso debemos dominarlo. Además suma la idea de que el ser humano es corona de la creación, pero en realidad esto aplicaría sólo al hombre, único sobre quien Dios sopla aliento de vida (Génesis 2:7), mientras Eva nace de la costilla de Adán (Génesis 2:22). Es decir, el mundo fue hecho para el hombre, es suyo, puede usarlo como desee. Incluso desperdiciarlo. En esa lógica delirante y fatal estamos, con millones de hongos, insectos, animales, plantas, árboles, bosques, ríos y glaciares devastados por nuestra furia. Parece que odiáramos el planeta.

“Somos carne de la carne de la Tierra”, dice a contracorriente la argentina Gabriela Cabezón Cámara en la Fiesta del Libro y la Rosa, que celebramos en la UNAM en días pasados. Vino a platicar con el público, con Benito Taibo y conmigo sobre cómo narrar lo diverso. Desde qué lugar emocional. Con qué palabras. Las primeras líneas de esta columna vienen de su novela Las niñas del naranjel (2023). Me interesa ese protagonista, un español del siglo XVII, que ha aprendido a observar la selva americana: “Debajo de la tierra los árboles tienen otra vida, una que no vemos, la de sus raíces entrelazadas, una red dellos que arriba son separados pero abajo juntos. Yérguense de a uno mas se sostienen de a todos. Véolos porque yo mismo estoy echando raíces”.

Desde hace algunos años encuentro con emoción este abordaje frontal en las letras hispanoamericanas, el que propone escuchar a las aves, el suelo, las plantas. Además de Las niñas del naranjel está Sólo un poco aquí (2023), de la colombiana María Ospina Pizano, centrado en la animalidad, mientras La mirada de las plantas (2022), del boliviano Edmundo Paz Soldán, pone el foco en el mundo verde. También Feral (2022), de Gabriela Jáuregui, los ensayos de Materia viva (2024), de Jorge Comensal, y los poemas de El sueño de toda célula, de Maricela Guerrero (2018), los tres mexicanos, plantean una reconexión con el mundo natural. Un vínculo interespecie. Hace poco cité aquí al botánico Stefano Mancuso, sobre el apoyo que se regalan árboles y plantas. Conviene tanto mirarlos, a diferencia del gastado binomio depredador vs. presa, que nos han inoculado por siglos.

Creo que las letras están apuntando hacia un camino de supervivencia. El de oír el agua. Y echar raíces.