Cuando era niño me gustaba mucho dibujar. También me interesaba todo lo que tuviera que ver con la geografía.
En el Diccionario Enciclopédico Larousse había una sección con las banderas de todos los países que yo disfrutaba examinar. Después de revisarlas, me hacía la pregunta de cuál era la que más me gustaba. Durante varios años mi respuesta fue la misma: la de Japón. Me encantaba su sencillez, su pureza, su contundencia, pero, además, el hecho de que fuera tan fácil de dibujar. Lo único con lo que había que tener cuidado era que la circunferencia del sol rojo estuviera bien trazada, pero eso no era difícil, se podía usar un botón o una monedita o un compás.
En la escuela me enseñaron a venerar nuestro lábaro patrio —eran otros tiempos, claro—. En el jardín de niños cantábamos una canción que comenzaba así: “Bandera gloriosa, de alegres colores…”. Como yo era un poco gangoso, decía “Bandega goguiosa…”, lo que hacía sonreír a quienes me escuchaban gritar con tanto entusiasmo.

Gestores bateados
La comparación entre la bandera de México y la de Italia era inevitable. Los colores y su distribución eran los mismos, sin embargo, la italiana no llevaba nada al centro. La mexicana, en cambio, traía el escudo nacional. Y aquí comenzaban los problemas para el niño que quería dibujarla. Es casi imposible para una mano infantil dibujar un escudo tan complejo. Vaya, ni siquiera una mano adulta puede hacerlo con facilidad. Hay que tener mucho talento para reproducirlo con un nivel de detalle satisfactorio. Esta situación me incomodaba sobremanera. ¿Qué hacer? Una solución que a veces intentaba era dibujar unos garabatos en color café con una forma más o menos circular y debajo de ellos un semicírculo color verde. Digamos que así salía del embrollo, pero no quedaba satisfecho.
Para remediar la situación, hice el intento —ya tendría unos diez años— de dibujar una versión simplificada del águila mordiendo a una serpiente encima de un nopal. Los resultados siempre fueron ridículos, por más que me esforzara. ¡Qué difícil es dibujar un águila elegante cuando uno no es un artista! Lo que me salía era una especie de gallo o, peor aún, de gallina. Años después, cuando me interesé en la numismática, descubrí que no había sido el único en querer copiar un águila y dibujar un gallináceo. La primera moneda del Imperio de Iturbide, y, por lo mismo, del México independiente, se le conoce como “la moneda del pollito”, porque el águila del reverso parece eso, un simpático pollito. La burla entre la población fue tal, que esa moneda se reemplazó de inmediato por otra en la que el águila mexicana apareció con mayor dignidad.
Dibujar la bandera de México me generó, durante años, una sensación de deslealtad e impotencia. Ahora ya no la dibujo, por suerte.
