Cuando el Poder Judicial deja de ser contrapeso y se vuelve apéndice del Poder Ejecutivo, comienza una pendiente cuesta abajo que termina con la deformación total y la ruptura de las ideas clásicas de república y democracia.
Esa escena se ha repetido, con acentos locales, en varios países: un guión de asalto a un poder que se acusa de corrupto, enemigo u obstáculo, reconfiguración institucional y cooptación política que suele jactarse de su legalidad formal y espíritu democrático, mientras la ley se convierte en lo que decida el poder.
En 1947, Perón impulsó la destitución de los ministros de la Corte Suprema de Argentina y colocó jueces afines; dos años después la Constitución de 1949 consolidó su mayoría, abriendo una etapa donde la obediencia política sustituyó a la jurisprudencia. El costo de este viraje fue pagado por las siguientes generaciones, pues una justicia alineada al Ejecutivo preludió décadas de inestabilidad y fue prólogo del ciclo de golpes militares y dictaduras que ahogaron al país hasta 1983.
Venezuela ofrece otro caso de libro de texto: en 2004 la Asamblea chavista aprobó la Ley Orgánica del Tribunal Supremo de Justicia, ampliando de 20 a 32 los magistrados y dándole al Parlamento poder para removerlos por “faltas graves”. Con jueces políticamente agradecidos, la Corte declaró infundadas las controvertidas leyes habilitantes que le permitían al presidente tener más poder, convalidó expropiaciones y revistió de legalidad todas las acciones cuestionables del gobierno. Una vez conquistado el foro judicial, el resto de las instituciones venezolanas se fueron plegando como fichas de dominó, hasta desembocar en la erosión total de la democracia que se vive hoy.
En Europa del este, Hungría mostró que el desmontaje judicial puede ser lento y reglamentista, pero con efectos similares. Viktor Orbán reformó la Constitución en 2010 y, dos años después, creó nuevas cortes administrativas, redujo la edad de jubilación de jueces (forzando una purga masiva) y otorgó al presidente del Parlamento el poder de nombrar magistrados. El resultado es un Poder Judicial que aún viste toga, pero aprueba sin chistar los proyectos del partido gobernante, desde la censura a ONG hasta los cambios electorales que perpetúan al primer ministro. Casos similares sucedieron en Polonia y Turquía.
Desde 2021, la Asamblea de El Salvador leal a Nayib Bukele sustituyó a la Sala Constitucional y al fiscal general en una sola sesión. Bukele gobierna con poderes ilimitados y, bajo el discurso del combate a las pandillas, casi 90 mil personas han sido detenidas sin tener que cumplir con ninguna formalidad legal; entre ellas cientos de periodistas, opositores y activistas. La semana pasada, por ejemplo, la policía detuvo a Ruth López, abogada de la organización Cristosal y una de las pocas voces que aún se alzaban para denunciar la corrupción oficial.
Cambian los cómos, pero los intentos de captura del Poder Judicial son propios de todos los regímenes donde la democracia va en retroceso. Estos episodios comparten tres pasos: primero, se desacredita al juez tildándolo de elitista o corrupto; luego, se modifican las reglas de nombramiento o retiro hasta llenar los tribunales con leales; por último, el nuevo Poder Judicial legitima y da la razón a todo lo que desea el poder. El deterioro es gradual: la ciudadanía sigue votando, los diarios aún circulan, pero el árbitro que debería frenar los excesos ya juega para un sólo equipo.

