La agenda del Gobierno avanza con velocidad en el Legislativo. Morena y sus aliados en el Congreso acaban de aprobar, en fast track, un paquete de reformas que promete modernizar la seguridad pública, pero que también abre la puerta a una tentación peligrosa: la presencia del Estado dentro de la intimidad de los ciudadanos.
La narrativa oficial es cierta. México necesita más inteligencia, más tecnología y menos improvisación para enfrentar al crimen organizado. Pero lo que se ha aprobado esta semana no sólo refuerza las capacidades del Gobierno: también flexibiliza los límites, erosiona potencialmente los contrapesos y siembra dudas, legítimas, sobre el uso de esta libertad del Estado sobre la libertad individual.
El corazón del paquete gira en torno a tres grandes ejes. Primero, la creación del Consejo Nacional de Seguridad Pública y Ciudadana, un órgano con capacidad de coordinación nacional y acceso preferente a bases de datos. Segundo, el acceso sin orden judicial a registros públicos y privados, desde el padrón de telefonía móvil hasta información bancaria y videovigilancia. Tercero, nuevos controles sobre las telecomunicaciones y plataformas digitales, que obligan a las empresas a conservar registros por más tiempo y entregar información en tiempo real a las autoridades, sin orden judicial previa.

Rabino desata pleito en la 4T
Pero eso no es todo. También se aprobó la transferencia definitiva de la Guardia Nacional al control militar, otorgándole nuevas funciones de inteligencia y operación encubierta. Y viene en camino la CURP biométrica obligatoria, que almacenará huellas digitales y reconocimiento facial como parte de un nuevo sistema nacional de identidad.
Sheinbaum no sólo quiere construir una estrategia de seguridad distinta a la de su antecesor; quiere un Estado con mayor capacidad operativa, mejor tecnología y más inteligencia. Esa parte es legítima y necesaria. Lo que inquieta es la velocidad, la falta de debate y la ausencia de mecanismos claros para proteger a los ciudadanos frente a posibles excesos.
Hoy, muchos mexicanos confían ciegamente en su Gobierno. Pero las leyes sobreviven a los gobiernos. Lo que hoy es un recurso para combatir criminales mañana puede volverse un cheque en blanco para que el Estado se recargue más frente a actores incómodos, o incluso que dichas capacidades puedan llegar a cómplices del crimen organizado.
El problema no es la tecnología. El problema es dar ese poder a un Estado que no está blindado frente a infiltraciones del crimen organizado y que cada vez pierde más garantías de que el Gobierno en el futuro valore las libertades individuales y las virtudes democráticas. El proyecto del Gobierno puede cambiar la seguridad del país. Pero sin vigilancia ciudadana, sin límites claros y sin fiscalías fuertes, el riesgo es construir un sistema que mañana no sepamos cómo desactivar. Y lo que está en juego no es sólo la paz: es la democracia y los derechos humanos.

