De unas semanas a la fecha hemos podido observar una serie de eventos desafortunados, en términos de abuso de poder, que tienen como propósito inhibir la crítica o generar incentivos para evitar expresiones de disenso ante posturas y personas del régimen.
Es así que hemos presenciado diversos casos ominosos: un ciudadano al que se orilló a disculparse en el Senado; la absurda sanción impuesta a Héctor de Mauleón y a El Universal por la publicación de hallazgos de hechos delictivos y la red de complicidades en Tamaulipas; una ciudadana sancionada por expresar un punto de vista sobre la obtención de una candidatura a diputación federal; una actriz y activista política sancionada por comentar con un “ja ja” un encabezado de una nota del portal de Aristegui noticias, o un activista (Miguel Meza) sancionado por denunciar perfiles que no eran aptos —desde la ilegalidad al sentido común— de candidaturas a la elección judicial. De esta lista, algunos casos están relacionados con la contienda electoral judicial que recién concluyó.
Hay que resaltar los abusos que se han dado respecto del concepto de violencia política de género. Desde luego, el establecimiento de ese criterio ha sido una buena medida para erradicar diferencias estructurales en las condiciones de competencia y acceso a cargos públicos, pero desafortunadamente se observan abusos bajo su amparo.

Ataque en Coahuayana
En ese entorno de amenazas a la libertad de expresión, hay que señalar el paquete de leyes que se aprobaron en el periodo extraordinario de sesiones del Congreso de la Unión —un puñado de días muy lamentables para la historia parlamentaria del país—. La aplanadora de la mayoría aprobó todo el paquete prácticamente sin atender reserva alguna de la oposición política, ni de las organizaciones de la sociedad civil, ni de expertos técnicos en las respectivas materias. Como quedó en evidencia, se cumplió de manera dudosa el procedimiento legislativo, ya que la mayoría que aprobó las leyes fue más proclive a votar inercialmente que a revisar a conciencia las voluminosas iniciativas.
Resalta específicamente la Ley en Materia de Telecomunicaciones y Radiodifusión. A diferencia del esquema eliminado para la selección de comisionados del Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), en el que había un riguroso y transparente mecanismo de perfiles con alta especialización técnica en la materia, ahora las cinco personas que integren la Comisión Reguladora de Telecomunicaciones (CRT), más que probadas capacidades técnicas, van a requerir de una recomendación presidencial de la República para que la mayoría oficialista del Senado cumpla el trámite de nombramiento.
Probablemente, lo más grave es que, contrariando precedentes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, se establece la obligación de crear un registro y control de comunicaciones para los concesionarios de telecomunicaciones. Lo grave de esta medida es que las autoridades van a poder recabar de los concesionarios información tan sensible como el registro detallado de llamadas y mensajes, geolocalización en tiempo real o identificación de equipos. Todo esto, sin que medie ningún tipo de control judicial.
Finalmente, pero no menos importante, la situación de incertidumbre para buena parte de la fuerza laboral especializada del extinto IFT. Sólo se contempla el pago de indemnizaciones al personal de carrera, no así al personal especializado de asignación directa. Tampoco hay garantías de la transferencia del talento técnico del IFT a la CRT.
En suma, una nueva andanada de medidas de corte autoritario.

