La gentrificación en la Ciudad de México ha dejado de ser un tema de nicho para convertirse en uno de los ejes centrales del debate urbano.
Colonias como la Roma, la Condesa o la Juárez viven desde hace años un proceso de transformación que ha elevado las rentas, modificado la pluralidad comercial y desplazado, poco a poco, a muchos de sus habitantes históricos.
No se trata de un fenómeno reciente, ni exclusivo de la Ciudad de México. Es más, por ejemplo, en 2009 salió la película Up que ilustra brevemente la gentrificación y desplazamiento en Seattle. Lo que sí ha cambiado en los últimos meses en México es la forma en que se discute: cada vez más centrada en la figura del migrante estadounidense y en el modelo de rentas temporales facilitado por plataformas digitales. En esa narrativa, los nómadas digitales se han convertido en los protagonistas indeseables de la historia. Lo mismo ha ocurrido con las aplicaciones de alojamiento temporal, a las que se señala como responsables exclusivos del encarecimiento urbano.
Lo que es una realidad, sin embargo, es que estas colonias han sido inaccesibles para más del 90 % de los habitantes de la Ciudad de México desde mucho antes de la llegada del primer nómada digital. En medios, redes sociales y hasta foros legislativos se ha instalado una narrativa simplificadora que culpa al migrante de “colonizar” barrios tradicionales y alterar el equilibrio económico y social. Y aunque es innegable que la llegada de residentes con mayor poder adquisitivo puede generar presión sobre el entorno, el problema no está ahí.
El riesgo de esta mirada parcial es que acaba por deslindar a los verdaderos responsables. La gentrificación no se origina en la migración, sino en la falta de política pública: no hay estrategia de vivienda social, ni control urbano eficiente; tampoco existe un sistema de transporte público digno o servicios básicos garantizados. A eso se suma la falta de mecanismos fiscales y recaudatorios inteligentes —como impuestos diferenciados o reglas migratorias específicas para nómadas digitales— que podrían atender el fenómeno con más precisión, no con reacción y sensacionalismo.
Los nómadas digitales no son quienes aprueban desarrollos inmobiliarios en zonas saturadas, ni quienes abandonaron por completo una política de vivienda asequible. Tampoco son responsables del deterioro del transporte colectivo ni de la falta de planificación urbana. El fondo del asunto es un modelo de ciudad que ha apostado por el mercado sin regulación, por la expansión sin límites y por una movilidad basada en el automóvil, que ignora la conectividad real entre las distintas zonas de la ciudad. Una ciudad que dejó su desarrollo al azar y que tuvo como resultado una desigualdad rampante.
¿Dónde están las viviendas protegidas para sectores medios y populares? ¿Cómo puede una metrópoli de más de 20 millones de personas carecer de una estrategia integral de movilidad, de una visión territorial que ofrezca opciones habitacionales más allá de unas cuantas colonias que se han vuelto símbolo aspiracional?
Estas preguntas se pierden cuando el debate se concentra en el extranjero que toma café o pide sus quesadillas en inglés, pero no en por qué las familias mexicanas no pueden vivir cerca de donde trabajan, o por qué los desarrollos se concentran siempre en los mismos corredores. En lugar de hablar de planificación urbana, hablamos de nuestros más hondos prejuicios. En lugar de hablar de desigualdad estructural, nos enfocamos en la superficie de la gentrificación.
Culpar al migrante extranjero es una salida fácil. Genera titulares, moviliza el descontento y distrae de las omisiones institucionales. Pero también invisibiliza a quienes llevan años desplazados sin que nadie los nombre: personas que han tenido que dejar sus barrios de origen no por un brunch caro, sino por la falta de opciones, transporte o servicios; personas que viven incluso fuera de la ciudad, pero que trabajan en la Juárez.
Hablar en serio del fenómeno implica cambiar el eje del debate: no son los gringos, es la política urbana. El verdadero reto está en construir una ciudad habitable para todos, no sólo para quienes pueden pagarla. Eso significa regular el mercado del suelo; garantizar vivienda digna; diversificar los polos habitacionales y comerciales y, recuperar el espacio público. También implica exigir rendición de cuentas a quienes han convertido la ciudad en un terreno para la especulación.
Sí, la gentrificación existe y produce consecuencias negativas. Pero no la produce el extranjero ni la tecnología: la produce una omisión institucional que ha durado décadas. Mientras sigamos culpando al que llega, seguiremos sin resolver por qué tantos se tienen que ir. La discusión no es si se escucha demasiado inglés en las calles. Es por qué vivir en ciertas zonas de la ciudad se volvió un privilegio, y por qué trasladarse desde la periferia consume cada vez más horas de vida. Eso no se resuelve con tuits y destrozos a Starbucks. Se resuelve con política urbana. Hoy, esa política es, simplemente, deficiente.