¿Qué hacemos con lo fenecido, especialmente cuando pareció ser lo mejor de nosotros? Björn Andrésen tenía 15 años cuando Luchino Visconti lo convirtió en Tadzio, ese adolescente representante de la ambigua belleza imposible en Muerte en Venecia.
En la película, basada en la novela de Thomas Mann, un viejo músico, Gustav von Aschenbach, contempla silenciosamente al joven mientras la ciudad se pudre bajo la peste. Tadzio no hace nada, simplemente existe mientras el artista busca la belleza encarnada en el otro.
La muerte de Andrésen, ocurrida el sábado 25 a los 70 años, tocó una fibra más profunda: la del mito envejeciendo entre la depresión y adicciones. La fama adolescente lo dañó, cosificado por el deseo ajeno. Su historia condensaba una tragedia contemporánea: alguna civilización hace del rostro bello un altar y lo deja marchitar ahí. La primera vez que supe de él fue a través de una compañera cinéfila en el CCH Naucalpan, hace varias décadas.
En México, durante la muerte de Tadzio, se alzaron en plazas y explanadas. La mega ofrenda en el Zócalo, organizada por el gobierno de Clara Brugada, y el Desfile de Catrinas ofrecían un recorrido monumental por el tránsito entre la vida y la muerte: flores de cempasúchil, papel picado, calaveras, música. No melancolía, sólo reencuentro.
Mientras Europa llora a sus fantasmas con discreción y fuera de la casa, México los invita a cenar. Octavio Paz lo escribió en El laberinto de la soledad: “El mexicano no teme a la muerte, la acaricia, la festeja”. Miramos de frente lo enterrado en solemnidad medianamente compartida con los otros.
Entre la muerte de Tadzio y la Catrinas del Zócalo hay un puente simbólico. Ambas son máscaras de lo efímero. Una encarna la belleza fugaz; las otras, la tilica disfrazada de vida. Si la Venecia de Mann olía a cloroformo, la capital mexicana huele a cempasúchil más allá de Posada o James Bond.
Las fiestas son plataformas de identidad. Los desfiles de Catrinas y calaveras monumentales son espectáculos turísticos después de ser expresiones comunitarias donde los asistentes esperan, después del aplauso, a quienes desfilan por el saludo de los peatones muertos. Al impulsar estas celebraciones, Brugada apuesta por la comunión. Más allá del folclor, el desfile del Día de Muertos recorrerá Reforma como una manifestación de continuidad.
En la Muerte en Venecia y la de Tadzio, la belleza termina como presagio del fin. Aquí, las y los difuntos son el principio. Todo ritual funerario es regreso al origen del comienzo. Vestir calaveras, bailar entre flores y velas transforma la ausencia.
Lo que en Andrésen, el llamado “chico más guapo del mundo”, fue tragedia —la imposibilidad de la juventud y belleza mantenidas sin acoso—, en la Ciudad de México es natural reconciliación con cualquier opción de vida. Visconti filmó una Venecia muerta de belleza; Brugada y la mayoría poblacional construyen una ciudad colorida, más allá de la gran pantalla.