ACORDES INTERNACIONALES

La lección cívica de la DANA

Valeria López Vela. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón
Valeria López Vela. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón Foto: larazondemexico

La dimisión de Carlos Mazón como presidente de la Generalitat Valenciana —anunciada el pasado 3 de noviembre— se produce en un momento simbólico que no puede ignorarse: un poco más de un año después de la catástrofe de la DANA de 2024, donde 229 personas perdieron la vida, y en medio de una gestión cuestionada.

Mandar no es lo mismo que responder. Y esta distinción queda demostrada en su renuncia. El cargo confería mando político, recursos formales, visibilidad; la tragedia exigía algo más: responsabilidad activa, visibilidad técnica, gestión emocional del dolor público. Cuando un gobernante no logra conjugar esos tres niveles —el mando, la técnica, la empatía— el poder se vuelve fardo.

Mazón lo reconoció con una frase rotunda: “Ya no puedo más.” No sólo como gesto de fatiga privada, sino como advertencia pública de que el peso de esa responsabilidad habita también al que manda. Por eso, este episodio no es sólo político sino moral: un recordatorio de que la representación no se reduce a firmar decretos, sino a estar ahí cuando importa.

El primero de noviembre del año pasado, los valles valencianos se ahogaron. El presidente no apareció con antelación, la alerta se dilató, las llamadas tardaron. Cuando los cuerpos y las ventanas se inundan, la figura del líder trasciende la firma del acta de investidura: encarna la promesa de protección, organización y claridad. Y ahí, según los informes, se quebró algo: su ausencia se notó tanto o más que las aguas.

Renunciar no es siempre reconocer culpa plena —y Mazón evitó confesiones completas—, pero sí fue admitir que el contrato social entre gobernante y ciudadanía fue dañado. Y cuando eso sucede, el mandato deja de ser soberano para volverse fugitivo: no es más que un absurdo ejercicio de desgaste. Su renuncia es, en ese sentido, una liberación personal y, quizá, una señal de que la política necesita más que el poder para sostenerse: necesita altura moral.

El riesgo ahora no es sólo la incertidumbre administrativa, sino el vacío que podría aprovechar la ultraderecha de Vox, partido del que depende el Partido Popular para formar gobierno. Convertir el relevo en una negociación ideológica sería devastador para una región que aún busca reconstruirse. Cuando el duelo social se usa como tablero, el daño se multiplica.

Y sin embargo, frente a la torpeza política, la sociedad civil dio una lección de altura. Las familias de las víctimas de la DANA, a pesar del dolor y de la rabia legítima, mantuvieron la compostura, respetaron las instituciones y sostuvieron la demanda de justicia con dignidad ejemplar. Esa distancia —entre la serenidad cívica de los deudos y la confusión del poder— terminó por hacer insostenible el gobierno de Mazón.

La lección es amarga pero necesaria: el que dirige también carga, y no sólo gestiona máquinas administrativas, sino expectativas éticas. Cuando la ciudadanía demuestra más templanza que sus gobernantes, el poder pierde su legitimidad.

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