BAJO SOSPECHA

“Cuando un niño deja de asustarse por un balazo es señal de alarma”

La especialista señala que la exposición prolongada de un menor a la violencia altera su estructura cerebral; quienes crecen de esta manera son un campo fértil para el crimen, añade; si no se atiende, seguirá como una herencia, dice

Bibiana Belsasso. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
Bibiana Belsasso. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: La Razón de México

En México, miles de niños crecen rodeados de una violencia que se ha vuelto parte de la vida cotidiana. Lo más grave es que muchas veces ya ni se sorprenden si escuchan balazos o si ven a su padre golpear a su mamá, pero su cerebro sí se modifica para poder mitigar el sufrimiento.

Para entender cómo la violencia trastoca el desarrollo emocional y social de los menores, platiqué con Paloma Domínguez, psicoterapeuta racional emotiva conductual, especializada en niños y adolescentes, quien asegura que la exposición constante a la violencia reprograma el cerebro y puede marcar el futuro de toda una generación.

Bibiana Belsasso (BB): Los niños experimentan todos los días distintos tipos de violencia. ¿Qué pasa en su cerebro cuando ve eso como algo normal?

Paloma Domínguez (PD): Lo primero que debemos entender es que el cerebro de un niño o adolescente, que todavía no está completamente desarrollado, es mucho más sensible y moldeable que el de un adulto. Cuando un niño está expuesto constantemente a la violencia, ya sea viéndola, escuchándola o viviéndola en carne propia, su cerebro se adapta para sobrevivir. No hay duda: la exposición prolongada a la violencia altera la estructura cerebral. Hay tres áreas del cerebro involucradas: la amígdala, la corteza prefrontal y el núcleo accumbens. La amígdala, que procesa las emociones, se convierte en una alarma que nunca se apaga. El niño vive con miedo y en modo alerta todo el tiempo. Esa amígdala hiperactiva manda señales de peligro de forma constante.

BB: ¿Y qué pasa con las otras áreas del cerebro cuando esa “alarma” está encendida permanentemente?

PD: Cuando la amígdala está hiperactiva, la corteza prefrontal, que es la que regula la empatía, el juicio y los impulsos, se apaga. Cuando una se enciende, la otra se desconecta. El resultado es que el niño vive en defensa permanente: no razona, reacciona. Pierde la capacidad de reflexionar antes de actuar y le cuesta ponerse en el lugar de los demás. El cerebro está diseñado para protegernos, pero no para vivir bajo amenaza continua. Entonces se reprograma: se acostumbra, deja de sentir peligro y empieza a funcionar como si la violencia fuera algo natural, parte del entorno. Así se normaliza.

Niños de una primaria en Culiacán se resguardan en el suelo durante una balacera, en diciembre de 2024.
Niños de una primaria en Culiacán se resguardan en el suelo durante una balacera, en diciembre de 2024. ı Foto: Especial

BB: ¿Se acostumbran a vivir en peligro?

PD: Exactamente. Es un mecanismo de defensa. El cerebro dice: “No puedo vivir con miedo todo el tiempo, voy a adaptarme”. Y eso hace que deje de percibir la violencia como algo malo o anormal. Llega un punto en el que lo cotidiano deja de provocar miedo. El sonido de los balazos, los gritos, los golpes, ya no sorprende. El cerebro simplemente los integra como parte de su día a día.

BB: Muchas veces el lugar más violento para un niño es su casa. ¿Qué efecto tiene?

PD: Hay miles de niños que viven violencia dentro de su hogar. Crecen escuchando gritos, viendo a sus padres pelear, o presenciando cómo su papá golpea a su mamá. Esos actos, aunque el niño no sea golpeado directamente, tienen un impacto emocional y neurológico muy fuerte. En esos casos, la amígdala sigue encendida, el cerebro sigue en modo alerta, pero la empatía, que se regula desde la corteza prefrontal, se apaga. Y hay algo aún más grave: el sistema de recompensa, el núcleo accumbens empieza a relacionar la violencia con poder. En otras palabras, el niño aprende que el violento “es el fuerte”, que el que grita o impone tiene control. Esa asociación entre violencia y poder es muy peligrosa, porque los niños comienzan a ver la agresión como algo positivo.

BB: Aprenden que el violento manda.

PD: Exacto. Y eso lo vemos todos los días. Cuando en una sociedad el más violento es el más exitoso o el que más atención recibe, los niños lo interiorizan. Empiezan a admirar al agresivo, al bully, al que domina. Y poco a poco dejan de ver la violencia como algo negativo: la ven como una forma de sobrevivir, de conseguir respeto o incluso de tener poder. Por eso digo que la violencia se aprende. Los niños no sólo se acostumbran a ella, sino que llegan a creer que es la única manera de estar seguros o de ser respetados.

BB: ¿Y qué consecuencias tiene eso a nivel emocional?

PD: Se desensibilizan. Pierden la capacidad de conmoverse, de sentir empatía. Ya no les impacta el dolor ajeno ni el propio. Empiezan a pensar: “Si me pegan, yo pego”; “si me gritan, yo grito”; “si me roban, robo”. El mundo se vuelve una lógica de espejo: violencia genera violencia. Con el tiempo, esos niños pueden convertirse en adultos que repiten el mismo patrón. Ahí es donde surgen los ciclos de violencia que se heredan: padre golpeador, hijo golpeador; padre violento, hijo violento. Y lo más triste es que muchos ni siquiera se dan cuenta, porque su cerebro fue moldeado desde pequeños para creer que ésa es la forma natural de vivir.

Paloma  Domínguez, psicoterapeuta
Paloma Domínguez, psicoterapeuta ı Foto: Especial

BB: Vemos una sociedad donde la violencia se repite generación tras generación. ¿Qué tan grave es eso para México?

PD: Es gravísimo. La violencia aprendida en la infancia no sólo se repite en las familias, sino también se institucionaliza socialmente. Se refuerza en la calle, en las escuelas, en los medios, en las redes sociales. Los niños ven que quien grita o impone su fuerza tiene éxito o reconocimiento. Y eso distorsiona completamente su sistema moral. Estamos criando generaciones que confunden el miedo con respeto y la agresión con autoridad.

BB: ¿Y esto los vuelve más vulnerables a caer en manos del crimen organizado?

PD: Los niños y adolescentes que crecen sin contención emocional, sin afecto y sin modelos de convivencia pacífica, son terreno fértil para el crimen organizado. Ya no asocian la violencia con peligro o con culpa, sino con poder, pertenencia o dinero. Y los grupos criminales lo saben. Por eso los reclutan fácilmente: los hacen sentir importantes, valorados, parte de algo. Estamos hablando de una generación que crece en modo supervivencia, no en modo desarrollo.

 BB: En los hogares también vemos cómo se repiten los patrones. ¿Qué tan difícil es romper ese ciclo?

PD: Es difícil, pero no imposible. Estos patrones se rompen cuando se ofrece atención, educación emocional y acompañamiento psicológico. Pero hay que actuar pronto, porque la violencia no sólo destruye el presente: forma la mente del futuro. Cada niño que crece en violencia tiene más probabilidades de reproducirla. Por eso necesitamos romper el ciclo desde la infancia, no cuando ya son adultos.

BB: ¿Qué hacer para revertir este proceso? ¿Cómo ayudamos a los niños a entender que la violencia no es normal?

PD: Sí, se puede cambiar la manera en que un niño entiende su entorno. Se necesita un trabajo profundo desde las escuelas, desde los hogares y desde las políticas públicas. La terapia psicológica es fundamental, pero no sólo las terapias individuales funcionan, se pueden hacer programas comunitarios y escolares donde los niños aprendan a expresar emociones, resolver conflictos y desarrollar empatía. Nunca es tarde para hacer una reestructuración cognitiva, para enseñarles a ver la vida de otra forma. Y eso puede marcar la diferencia entre un niño que repite la violencia y otro que decide romperla. Si no hacemos nada, la violencia seguirá creciendo como una herencia cultural. Cada niño que deja de asustarse por un balazo, por un grito o por una agresión, representa una señal de alarma para el país.

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Estamos criando generaciones anestesiadas, sin empatía, sin miedo, sin dolor. Y una sociedad sin empatía está condenada a repetir su propia violencia. Los niños no nacen violentos, se vuelven violentos por el entorno que los rodea. Si logramos ofrecerles afecto, contención y modelos distintos, su cerebro puede reestructurarse. Pero si seguimos normalizando la violencia en casa y en las calles, lo que estamos haciendo es destruir el futuro emocional de México.

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Javier Solórzano Zinser. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón