EL ESPEJO

La encrucijada de Ucrania

Leonardo Núñez González. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Leonardo Núñez González. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: La Razón de México

Cuando Ucrania se independizó tras la caída de la Unión Soviética, heredó algo que ningún otro país europeo tenía: miles de armas nucleares. Con ellas, habría sido imposible que Rusia intentara una invasión como la de 2022.

Pero en 1994 Kiev aceptó entregarlas a cambio de garantías de seguridad firmadas entre Estados Unidos, Rusia, Ucrania y Reino Unido, en lo que se conoció como el Memorándum de Budapest. La promesa era sencilla: Ucrania entregaba sus armas nucleares a cambio de que sus fronteras e independencia fueran respetadas.

Tres décadas después, esa promesa es letra muerta. Rusia violó el acuerdo al ocupar Crimea en 2014 y al lanzar la invasión total en 2022. Y hoy, el país que había sido el respaldo principal de Ucrania, Estados Unidos, ya no está completamente de su lado. Trump ha anunciado que tiene un plan de paz y que Zelenski tiene una semana para aceptarlo. El plan promete terminar la guerra rápidamente, pero pide concesiones que cualquier gobierno ucraniano difícilmente podría aceptar sin pagar un precio interno altísimo: renunciar a territorios ocupados, suspender aspiraciones de integración occidental y aceptar compromisos militares que congelarían su futuro. Trump insiste en que es flexible, pero deja abierta la posibilidad de retirar apoyo si no hay acuerdo. Es una amenaza disfrazada de diplomacia.

Se trata de una salida parecida, aunque más dura, a aquella con la que Ucrania creyó tener garantizada su integridad cuando entregó sus armas nucleares. La diferencia es que ahora lo haría después de miles de muertos, ciudades destruidas y una población exhausta. Mientras tanto, sobre el terreno, la situación es complicada. Rusia avanza hacia Pokrovsk, una ciudad que conecta caminos y suministros cruciales para la defensa ucraniana. No es una capital ni un centro industrial, pero su caída podría abrir la puerta para que Moscú consolide una posición más fuerte en el este. Para Ucrania, defenderla es cuestión de supervivencia; perderla sería un golpe que tendría efectos en cadena.

Y la guerra también desgasta por dentro. En los últimos meses salieron a la luz investigaciones sobre posibles irregularidades en contratos públicos, incluyendo la compra de equipo energético y material que se usa durante la guerra. Eso llevó a que por primera vez desde el inicio de la invasión hubo protestas que obligaron al gobierno de Zelenski a corregir una reforma con la que intentaba colocar a dos agencias anticorrupción bajo el control directo del Poder Ejecutivo. No es que Ucrania sea un país hundido en corrupción (parte de la paradoja es que justo porque han creado instituciones fuertes para combatirla es que han surgido estas investigaciones incluso en tiempos de guerra y que los ciudadanos han salido a protestar cuando las intentaron desactivar), pero la falla en un tema tan sensible como la corrupción pesa mucho cuando se necesita unidad total para resistir.

Con este panorama, el ultimátum de Trump llega en el peor momento. Sentarse a negociar desde la debilidad puede afectar la legitimidad interna de Zelenski; rechazar la propuesta, sin saber si el apoyo militar continuará, puede ser aún más arriesgado. Ucrania está en medio de una guerra que no provocó, atrapada en una promesa rota y con un aliado que ahora exige respuestas rápidas. El país que renunció a sus armas para vivir en paz y que hoy sólo sigue en pie gracias a que decidió defenderse, hoy debe negociar contra las cuerdas.

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