Armando Chaguaceda

La palabra maldita

DISTOPÍA CRIOLLA

Armando Chaguaceda
Armando Chaguaceda
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Por todo el orbe ronda una palabra maldita, rápidamente despachada como arma arrojadiza frente a aquellos actores y praxis políticos que nos interpelan: el populismo. Su uso se expande, en medio de la crisis del status quo liberal, cuando la polarización social se conecta con la polarización política. Sin embargo, pese al abuso discursivo, el populismo no es mera retórica. Remite a fenómenos reales del acontecer político global. ¿Cuáles?

El populismo es un modo específico de entender —mediante los binarismos endógenos Líder/Masa y exógenos Pueblo/Antipueblo—, ejercer —de manera decisionista y conflictiva— y estructurar —en formas movimientistas antes que en instituciones estables— el poder. Especie híbrida en el zoo de la política moderna, el populismo porta en sus genes cierta ambigüedad hacia el fenómeno democrático. Oscila entre la preservación de las instituciones y libertades republicanas y la erosión profunda y sistemática de aquéllas.

La concepción democrática populista combina una preferencia por la democracia directa —sacralizadora de los pleibiscitos— y una visión asamblearia, homogeneizante y polarizada de la soberanía popular, que rechaza los órganos intermediarios y apuesta a domesticar instituciones como los tribunales constitucionales y diversos organismos autónomos. Desfigurando, sin suprimir, aquellos principios y mecanismos —electorales y movilizativos— que usufructúa como fuente de legitimidad. El populismo contemporáneo, además, es proclive a la maleabilidad ideológica, pues puede nutrirse de cosmovisiones más coherentes y perdurables, como las del socialismo o el conservadurismo. Definido como ideología ascendente del siglo XXI 1, hibridez y heterogeneidad son rasgos que le definen.

La forma populista de concebir la política, al exhibir los déficits de las repúblicas liberales de masas —la crisis de representación, el secuestro oligárquico de las instituciones, etc— representa el papel del pariente incómodo que llega a nuestra fiesta, develando los conflictos acallados en el seno de la familia política. Sin protocolo y con rudeza, transparenta aquello que debe cambiarse. Sin embargo, al sustituir una (mal procesada) polarización social por una (reforzada) polarización política, minimizando los derechos y participación opositores y sometiendo las instituciones que operan como vigilantes y contrapesos del gobierno, el populismo realmente existente erosiona pilares básicos de la democracia. Así, la fisiología tendencialmente autoritaria de la política populista se incuba dentro de la anatomía del régimen democrático.

La política populista niega el pluralismo intrínseco de las sociedades contemporáneas y fomenta un exclusivismo (grupal o nacional) ficticio. Desarrolla patologías comunitarias —como el culto al Jefe— y promueve una mentalidad hostil a lo complejo y lo diverso. Ante semejante panorama, se vuelve decisivo imaginar nuevas formas de política representativa, expandir la participación ciudadana en la vida pública e inventar nuevos mecanismos de monitorización del poder estatal.2 Invocando, en lugar de un pueblo imaginario, la soberanía multiplicada de muchos pueblos reales y diversos. Enriqueciendo la democracia, en lugar de empobrecerla o polarizarla, al compás de aquella palabra maldita.

1 Ver Rosanvallon, Pierre, Le Siècle du populisme. Histoire, théorie, critique, Le Seuil, París, 2020

2 Ver Keane, John, The pathologies of populism, The Conversation, 28 de septiembre, 2017