Eduardo Nateras

Sucesión presidencial

CONTRAQUERENCIA

Eduardo Nateras*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Eduardo Nateras
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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En nuestro país, una vez que mandos militares dejaron de ocupar la Presidencia de la República —y con un partido hegemónico en el poder—, fue práctica común —sexenio tras sexenio— que el presidente saliente tuviera a bien designar a quien lo sucedería en el cargo.

El llamado dedazo cumplía dos fines para los presidentes salientes. Por un lado —en función de sus ambiciones—, les permitía mantener cierto control y presencia en la política nacional, aunque desde las sombras, pues —también— era un pacto no escrito que, al dejar el cargo, no habrían de volver más a la escena pública. Por otro lado, era una manera de cubrirse las espaldas tras dejar el poder, pues —igualmente— era un acuerdo tácito que el presidente entrante no habría de hurgar en cualquier turbio manejo de su antecesor.

Así ocurrió durante, prácticamente, toda la segunda mitad del siglo XX, hasta finalizar la gestión de Miguel de la Madrid, en 1988, quien designó a Carlos Salinas de Gortari para ocupar su lugar. Ésa fue la última vez en que esa rancia práctica ocurrió de manera “pura”, pues, si bien al concluir la gestión de Salinas los modos estaban dispuestos para mantenerse, el desenlace cambió drásticamente y las condiciones fueron muy distintas desde entonces.

Para la transición de 1994, habría de ocurrir el magnicidio de Luis Donaldo Colosio y la posterior ruptura entre Ernesto Zedillo y su antecesor —incluido el encarcelamiento del hermano del presidente saliente—. Luego, en 2000, ocurrió el triunfo del candidato opositor Vicente Fox, con lo que se concretó la primera alternancia en la presidencia de nuestro país. Después, en 2006, en un entorno completamente polarizado, tuvo lugar la victoria de Felipe Calderón, tras la elección presidencial más disputada en la historia de México. Posteriormente, en 2012, una nueva alternancia llevaría al poder a Enrique Peña. Y, finalmente, en 2018, llegaría López Obrador a la silla presidencial, como el primer presidente emanado de un partido de izquierda.

A 34 años de distancia de la última vez que tuvo lugar esa añeja costumbre, la práctica de cargar los dados en favor de una candidatura dentro del partido gobernante, parece estar de regreso. Además —por motivos no necesariamente iguales—, las condiciones políticas actuales se asemejan mucho a las del partido hegemónico del siglo pasado. Actualmente, un solo ente político ha sido capaz de aglutinar a las principales corrientes políticas y dominar la vida pública federal y local, con un dominio amplio en el Congreso de la Unión, con la mayoría de gobernadores emanados del mismo partido y sin una oposición sólida que les pueda hacer frente.

Con dos años de la actual administración aún por delante, la baraja de posibles personajes que —muy posiblemente— habrán de ocupar la silla presidencial se encuentra reducida a una tercia. La inclinación hacia esas tres candidaturas es clara y la confrontación entre ellos es cada vez más abierta y constante. Cuestión de tiempo para conocer en quién recae la palmada.