Gabriel Morales Sod

El fin del contrato israelí

VOCES DE LEVANTE Y OCCIDENTE

Gabriel Morales Sod*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Gabriel Morales Sod
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Han pasado ya diecisiete semanas desde que comenzó el movimiento de protesta en contra de la reforma judicial en Israel. Y, aunque por el momento, el gobierno ha decidido detener el proceso, semana con semana, alrededor de medio millón de israelíes (el equivalente a ocho millones de mexicanos en las calles) han continuado manifestándose.

El movimiento, que surgió como protesta al intento del Gobierno de acabar con la independencia del Poder Judicial, ha logrado continuar porque ha convertido en algo más grande. Un movimiento que demanda no sólo el fin de la reforma, sino también un cambio esencial en las relaciones entre sociedad y Gobierno que garantice la protección de valores liberales y democráticos y los derechos de las minorías. La sociedad israelí está dividida no sólo entre árabes y judíos, sino entre judíos de varias denominaciones. Por décadas, la población secular —que paga la mayoría de los impuestos en el país, sirve en el ejército y ha convertido a Israel en una nación start up— ha aceptado, a regañadientes, un contrato social que implícitamente permitió una enorme serie de privilegios a la población ultraortodoxa.

Los ultraortodoxos, en su inmensa mayoría, no sirven en el ejército, sino estudian en yeshivot (centros de estudios de la Torá) desde los 18 hasta los 26 años, con financiamiento mensual del Estado. Además, a diferencia del resto de la población, un sector importante de la población ultraortodoxa no estudia matemáticas ni inglés. Por estos dos motivos, alrededor de la mitad de los hombres de este sector no trabaja; las familias viven con los ingresos de las mujeres y becas y prestaciones del Estado. La pobreza en esa comunidad es abundante. A pesar de la injusticia de este contrato social, en donde un grupo estudia, sirve, trabaja y paga impuestos y el otro recibe subsidios para estudios religiosos y contribuye poco a la economía, los israelíes seculares y religiosos moderados han tolerado este arreglo. Como parte de este statu quo, los israelíes no ortodoxos han tolerado también políticas inequitativas en el ámbito de religión y Estado: no hay transporte público los sábados, el día de descanso ortodoxo, ni matrimonios civiles ni mucho menos homosexuales en Israel.

Los ortodoxos, envalentonados por la victoria de la derecha en las últimas elecciones, no sólo apoyaron la propuesta de reforma judicial, sino que han intentado avanzar una nueva serie de leyes religiosas restrictivas. Ésta fue la gota que derramó el vaso. No contentos con los privilegios, estos grupos han intentado hacerse de más poder, apoyando una reforma que prácticamente acabaría con las facultades de la Suprema Corte para restringir abusos de poder y promover la igualdad. La mayoría de la población israelí no está dispuesta a seguir con el actual contrato y han convertido en demandas centrales del movimiento la igualdad en el servicio militar y la participación de los ortodoxos en la economía. Sólo una constitución (Israel no tiene una) que establezca derechos elementales podría poner de nuevo las bases de un contrato social basado en una relación más equitativa. Sin este contrato, el quiebre actual entre la población secular y la ortodoxa será irreversible.