Guillermo Hurtado

Ensayo sobre la admiración

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado
Guillermo Hurtado
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Se puede admirar muchos tipos de cosas: animadas o inanimadas, concretas o abstractas, reales o ficticias. Aquí hablaré de la admiración a las personas de carne y hueso. La admiración es más que el reconocimiento de que alguien tiene cualidades extraordinarias. El reconocimiento puede ser frío, incluso distante. En la admiración, ese reconocimiento está unido a una emoción que, a veces, es parecida a la simpatía, otras veces al amor y, a veces, incluso, a la adoración.

Distingamos la admiración parcial de la admiración total. Uno puede admirar algo de una persona, es decir, alguna de sus cualidades. Por ejemplo, se puede admirar a un luchador por su fortaleza, a una cantante por su voz, a un funcionario por su honradez. Sin embargo, puede no admirarse la inteligencia del luchador o la gordura de la cantante o la avaricia del funcionario. En resumidas cuentas, cuando decimos que admiramos a alguien lo que queremos decir es que admiramos una o algunas de sus cualidades destacadas, pero no a la persona entera que, en otros aspectos, nos puede parecer indiferente o hasta repugnante.

La admiración total es aquella que consiste en admirar a la persona toda, no sólo por la suma de sus cualidades, sino, además, por la combinación armónica de ellas. Esta admiración puede ser secreta, pero también puede ser manifiesta. Cuando se admira de esta manera, el mundo nos parece más radiante. En medio de la vasta grisura humana, se levanta la persona admirada como una estrella.

Diríase que la admiración total es vicio de la infancia o la juventud. En la madurez y, mucho más, en la vejez, nos resulta más difícil entregarnos a la admiración total, quizá por los desengaños que hemos padecido o simplemente por nuestro mayor conocimiento de la naturaleza humana. No obstante, que alguien sea capaz de admirar no siempre nos habla de su ingenuidad, sino que, en ocasiones, lo hace de su nobleza. Hay que tener algo de grandeza para admirar a quien lo merece, incluso si en un principio no se le tiene simpatía o es alguien que pertenece a nuestro mismo círculo. Quien no se cierra a la admiración es porque cree en la dignidad humana. Quien, por el contrario, es incapaz de admirar, de admirar a nadie, es un mezquino que se siente superior a todos o considera que la humanidad entera es indigna de aprecio.

El riesgo inescapable de la admiración total es la decepción. En este caso, podemos quedarnos con una admiración parcial de quien antes admirábamos totalmente, pero normalmente lo que permanece es un reconocimiento indiferente de algunas de sus cualidades. Si se siente que uno ha sido engañado, lo más seguro es que se transite de la admiración total al desprecio absoluto.

Hay otro peligro de la admiración, sea total o parcial, y es la comparación que hace el admirador de sí mismo con la figura admirada.

Sucede con frecuencia que el admirador imita al admirado. Observa sus movimientos —no me refiero únicamente a los del cuerpo, incluyo los del alma— y trata de reproducirlos. Este nivel de admiración todavía es elemental, el paso siguiente es la emulación. Más allá de la imitación mecánica, el admirador busca aprehender las causas, los motivos, las inspiraciones de los movimientos de la persona admirada para asimilarlas, incorporarlas a su ser. Pero ¿qué pasa cuando el admirador es incapaz de ir más allá de la imitación? ¿Qué sucede cuando el admirador descubre que la distancia entre su existencia y la del ser admirado es inconquistable? Una reacción es el desprecio de uno mismo. El admirador siente que su persona, comparada con el ser idolatrado, vale nada o casi nada. Pero otra respuesta, no menos perniciosa, es que la envidia lo corroa, que pase de amar a odiar —ya sabemos, desde que lo observó Catulo—, lo fácil que es dar ese brinco. Quizá en el fondo de la envidia siempre hay algo de admiración reprimida.

Los riesgos que corremos con la admiración no deben hacernos dejar de aceptarla e incluso de buscarla. Como dije antes, quien admira, quien es capaz de admirar, vive en un mundo más luminoso, más amable, que quien no admira, que quien es incapaz de hacerlo.