La ilusión de la libertad

TEATRO DE SOMBRAS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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He observado que cuando los niños se encuentran ante un espacio abierto, les brotan las ganas de correr. Como si una voz misteriosa los llamara desde el fondo de la explanada, los críos se sueltan de la mano de los padres y corren con una dicha que sorprende a los adultos que se han olvidado de la sensación que nos brinda la experiencia de no tener límites, de carecer de frenos, de sentirse libres.

Los niños tienen la fortuna de disfrutar su libertad en los veinte o treinta metros de longitud de una plaza o una rotonda. Para nosotros, los adultos, ese deleite se vuelve, con el paso del tiempo, cada vez más difícil de alcanzar. No se trata únicamente de que, con la edad o la enfermedad, muchos ya no podemos trotar como antes. Ésa sería una interpretación demasiado literal de lo que quiero decir. Lo que sucede, por lo general, es que ya no podemos lanzarnos a correr cuando nos encontramos frente a un espacio abierto porque estamos amarrados, no siempre por lazos físicos, sino, sobre todo, por lazos invisibles.

Con frecuencia se distingue la libertad de movimiento de la libertad de pensamiento. La ciudad es un espacio común en el que la libertad de movimiento está limitada. Los millones de semáforos que hay en las esquinas son un ejemplo de cómo la sociedad pone un alto a nuestros movimientos. Sin embargo, se nos dice, nadie puede arrebatarnos la libertad de pensamiento. Incluso quienes están encerrados en un calabozo pueden seguir disfrutando de esa libertad, fruto del intelecto y de la imaginación, que nos permite volar hasta las regiones más altas.

La libertad de pensamiento es tan real como la libertad de movimiento, pero eso no significa que no tenga restricciones. Así como hay calzadas y semáforos físicos que limitan nuestra libertad de movimiento, hay, por así decirlo, calzadas y semáforos intangibles que limitan nuestra libertad de pensamiento. Digámoslo de otra manera: no somos libres de pensar como queremos, sino que, por lo general, pensamos como se nos ha entrenado que lo hagamos, pensamos como otros nos han dicho que debemos hacerlo, pensamos sin salirnos de unos límites que se nos han impuesto.

Los seres humanos amamos la libertad, nos hace dichosos. Por eso los niños son felices cuando corren por todo lo ancho de una plaza. Uno de los peligros de la civilización contemporánea es hacernos creer que somos libres cuando en realidad no lo somos. Eso sucede, principalmente, con nuestra libertad de pensamiento. Creemos que los nuevos medios de comunicación y las nuevas tecnologías de información nos han dado mayor libertad de pensamiento, pero eso rara vez es cierto. Lo que nos ofrecen, la mayoría de las veces, es una peligrosa ilusión de libertad: nos hacen creer que corremos cuando, en realidad, permanecemos inmóviles.